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El trono era más que una silla de cuero oscuro con tachuelas y respaldo alto. Era un símbolo. Un maldito peso que llevaba siglos aplastando a quienes se atrevieron a sentarse en él. Y ahora, por primera vez, era mío.

Entré en el salón principal de la villa con la seguridad de quien conoce cada sombra, cada susurro de ese lugar. Los capos y sus hombres me miraban sin decir palabra. El silencio era absoluto, solo roto por el eco de mis pasos firmes.

El aire olía a poder, a peligro, a promesas rotas y alianzas renovadas. No necesitaba a nadie para decirme que era la jefa absoluta ahora. Lo sentía en mis venas, en la rigidez de mis hombros, en el frío que me recorrió la espalda cuando me senté en la silla de mi padre.

Recordé cada paso que me llevó hasta ahí: las heridas que sangraron en silencio, las traiciones que dolieron como cuchillos clavados en la piel, las noches en vela planificando movimientos, las lágrimas que me prohibí derramar. Había sido un camino de fuego, y yo era el últi
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