La noche había caído con una oscuridad impenetrable cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba visitas, menos a esa hora, y mucho menos de alguien como Roberto. Mi corazón se encogió con una mezcla de sorpresa y desagrado, pero la curiosidad me obligó a levantarme y abrir.
Ahí estaba él, con esa sonrisa arrogante que parecía saberlo todo, con esos ojos que reflejaban un poder frío, casi cruel. Sin mediar palabra, entró sin ser invitado, como si la mansión fuera suya.
—Isabella —dijo, con ese tono que no admite réplica—, necesito que me acompañes a cenar esta noche. No voy a aceptar un no por respuesta.
Sentí que algo dentro de mí se tensaba. Esa invitación no era una cortesía, era una orden disfrazada de elegancia. No había opción, o eso parecía.
Vestida con la indiferencia más calculada que pude reunir, lo seguí hasta el coche negro que esperaba afuera. El camino hacia el restaurante estuvo cargado de un silencio pesado, roto solo por el ruido sordo del motor y la música tenue q