Isabella
El salón de la antigua mansión Ricci se había transformado en un tribunal. Las pesadas cortinas de terciopelo rojo permanecían cerradas, bloqueando cualquier luz exterior. Candelabros de cristal iluminaban el espacio con un resplandor ámbar que proyectaba sombras alargadas sobre los rostros de los presentes. El aire olía a madera pulida, tabaco caro y tensión.
Yo, Isabella Moretti, me encontraba sentada en el sillón que una vez perteneció a mi padre, al final de una larga mesa de roble. A mi derecha, Luca permanecía de pie, inmóvil como una estatua, pero con la mano siempre cerca de su arma. A mi izquierda, Valentina sostenía una carpeta negra con documentos que habíamos recopilado durante semanas.
Frente a mí, dispuestos en semicírculo, los cinco capos más poderosos de Italia me observaban con expresiones que oscilaban entre el respeto y la curiosidad. Detrás de ellos, sus respectivos consiglieri y guardaespaldas completaban la audiencia. Cuarenta hombres en total. Cuarenta