El tiempo perdió su métrica habitual. Ya no eran horas o minutos, sino el lento viaje de la luz a través de los respiraderos altos, manchando el cemento con formas cambiantes. Me mantuve sentada en el borde de la cama, la espalda recta como una barra de acero, cada músculo protestando por el esfuerzo y la inanición. La debilidad era un enjambre de insectos bajo mi piel, pero me negaba a ceder. La postura era mi primera declaración de guerra.
La copa de vino, aún llena, seguía en la isla de la cocina. Ya no la miraba con anhelo ni con desprecio. Era un artefacto en el escenario, un símbolo cuyo poder yo estaba desmantelando con mi simple negativa a interactuar con él.
Marko llegó con la siguiente "noche". No hubo ruido de cerrojo, simplemente la puerta se abrió y él estaba allí, deteniéndose en el umbral para observar. Sus ojos, esos ojos de gélido azul, me escanearon de inmediato, buscando los signos de quiebre que esperaba encontrar. No los encontró.
Yo no bajé la mirada. La mantuve