El silencio de la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos era una entidad viva. No era la ausencia de sonido, sino una presencia pesada, compuesta de suspiros de máquinas lejanas, del roce de unas zapatillas contra el linóleo brillante y del latido acelerado de Alma, que resonaba en sus propios oídos como un tambor de guerra. Llevaba horas allí, encogida en una silla de plástico duro, con la misma ropa holgada y anónima que le había dado Roxana. La sangre de Tomás, una mancha oscura y cruenta en el tejido gris de la manga, se había secado hacía rato. No había permitido que se la quitaran. Era un recordatorio, un estigma, la última parte de él que la tocaba.
El enfrentamiento en la suite era un caleidoscopio de recuerdos fracturados en su mente. El destello cegador. El cuerpo de Tomás, interponiéndose entre ella y la bala destinada a su corazón. No había sido un movimiento heroico y elegante, sino una caída torpe y desesperada, un último acto de un instinto que había superad