La oscuridad no era solo la ausencia de luz en la guarida; era una sustancia espesa que se colaba por mis poros, un peso muerto sobre mis párpados y en el fondo de mis pulmones. Yacía en el suelo de cemento, la mejilla apoyada en la fría dureza, ya sin lágrimas que derramar. El llanto había sido un incendio breve y devastador que había consumido las últimas reservas de mi fuerza. Ahora solo quedaban las cenizas de mi voluntad, y el viento helado de la duda de Marko silbando a través de ellas.
Él te entregó, Alma. Te cambió por su seguridad.
Las palabras resonaban en el silencio, un eco perverso que se mezclaba con el latido débil y cansado de mi corazón. ¿Era posible? Mi mente, esa herramienta que siempre había sido mi mayor aliada, ahora se volvía en mi contra, hilando recuerdos con el hilo envenenado de la sospecha.
Recordé la tensión en sus hombros la mañana del secuestro. La manera en que había evitado mi mirada. Su insistencia en que siguiera el protocolo, en que no luchara. ¿Era