Apoyo la espalda en la puerta y dejo que el silencio me atraviese. No voy a inventarte perdido para siempre; voy a encontrarte. Cojo tu manta, la acerco a la cara, dejo que el olor me atraviese. Enrollo tu correa en la muñeca como un amarre; la piel recuerda. Las lágrimas me caen sin permiso —miedo, impotencia, rabia— y no las seco enseguida. Me las dejo un segundo, para que no confundan la fuerza con dureza.
No puedo perder el control, no hoy, no ahora. Lo repito en voz baja hasta que la frase se vuelve un mantra. Respiro hondo, cuatro veces, y la garganta se abre. Escribo una sola palabra en la libreta: buscar. La repaso como si fuera un rito.
La noche está cerrada detrás de la ventana. Marco a Claudia. Atiende en la segunda, como si hubiese estado esperando mi voz.
—Acabo de llegar del turno y Wilson no está —digo, con la voz tomada—. El agua y la comida siguen intactas; la cerradura, sin marcas. En la casa solo hay silencio.
—Respira conmigo —pide—. No salgas sola. Llama a conserj