Bajo del auto y me quedo un instante mirando la puerta del edificio como si fuera una boca cerrada. En el bolsillo llevo la constatación del conserje: hora, entrada por lateral, ascensor de servicio, salida por el mismo lugar. Nada de rostros. Nada de bultos. Nada mío. La forma exacta de una ausencia.
En el departamento todo está donde lo dejé menos Wilson. El plato seco. La correa en el gancho, quieta. La manta doblada, sin pelo nuevo. Abro el clóset y encuentro la bolsa de sus galletas como si fuera una caja de primeros auxilios que no cura a nadie. No me permito llorar. No todavía. La respiración precisa: cuatro adentro, cuatro en pausa, seis afuera. Repito hasta que los ojos dejen de buscar un cuerpo que no está.
El celular vibra con el nombre de Tomás. No contesto. Después de la escena en el estacionamiento —su voz diciendo sé quién es, Verónica es la esposa de Ambrosio— todo en mí es bordes. Él insiste: “Cinco minutos. Solo para hablar. Afuera.”
Bajo. Lo encuentro apoyado en el