El martes amanece sin pirotecnia. Repito el rito simple que me sostiene: café que cae en espiral, hago estiramiento breve en la esterilla, tomo la correa y a Wilson y vamos al parque. El corte con Tomás sigue latiendo por debajo: rabia quieta, decepción que pesa y una parte de mí que extraña lo que no llegó a ser. No lo tapo; lo dejo estar mientras la rutina me devuelve el pulso. Wilson trota a mi lado con dignidad de perro que conoce el mapa. Hago un trote suave, estiro bajo el árbol que ya es nuestro y leo unas páginas. La lectura afloja la cabeza. Vuelvo a casa con la piel despierta, ducha rápida, cuaderno en el bolso. Hoy toca insistir, pedir sin tartamudeos y anotar qué puertas cierran con demasiada prolijidad.
En el hospital, el hall huele a desinfectante y café recalentado. Subo a Calidad con el cuerpo listo para el papel. Abro la intranet, reviso respuestas. Procesos acusa recibo de mis solicitudes y, con la puntualidad que irrita, me recuerda su “flujo habitual”. Seguridad pr