La idea de salir a buscarlo no me cayó como un rayo: se armó con piezas chicas. Dirección: la vi sin pedirla. El día del café, cuando Tomás buscó monedas, asomó un llavero negro con letras plateadas: Los Canelos / Torre B. Semanas después, en un pasillo, se le cayó una boleta: Farmacia San Damián, Av. Matta 531. Barrio acotado. Lo del kiosco tiene lógica: frente a cada edificio hay alguien que vende diarios y sabe quién entra y quién no. No iba a pedirle su vida, solo a confirmar que está.
No sola. De día. Bajo techo. Llamé a Claudia; dejó a su hija con la vecina que organiza bingos y me recogió con el auto chico. Wilson se quedó en casa, tazón lleno y promesa de pan. Mi contrato conmigo era una cuerda útil, no una estatua.
—Si el kiosquero pregunta de más, te haces la ingenua eficaz —dijo Claudia—. “Vengo a confirmar si está bien. No dejo nombres”.
—Aprendido —respondí.
El camino nos fue dejando dentro del mapa: micros, vendedores, árboles testarudos. En Matta con San Ignacio apareci