Amanecimos dentro del cuarto de estar, él en el sillón con la manta a medio pecho, yo en el suelo con la espalda al sofá y la libreta apoyada en las costillas. El día se coló sin permiso por la cortina y le dibujó a Tomás la mitad de la cara en colores más suaves: morado de pómulo en retirada, rojo de ceja cerrada con tiras, un gris que se parecía al cansancio y no a la rendición. La respiración le sonaba pareja, con esos pequeños ruidos de quien ha dormido a pedazos. Me quedé un momento escuchando para graduar la ansiedad; cuando las cosas respiran, una puede pensar.
Lo primero fue el orden: barrí mentalmente la escena para saber qué faltaba. Botella de agua a mano, gasa de repuesto, el vendaje del costado bien sujeto, la taza de té de anoche a medio beber (la cambié por otra). Lo segundo, la lista doméstica: mensaje a Claudia para decir que seguimos en “verde pálido”, aviso a la vecina de mi edificio para que pasara a ver a Wilson y le diera, un post-it pegado a mí misma con “comer”