El hospital amaneció con esa luz indecisa que ni limpia ni ensucia, apenas sostiene. Caminé el corredor sin mirar relojes ni carteles: el turno se adivina por los carros que chirrían, la cafeína en los ojos de las TENS, el murmullo de planillas que cambian de mano. Había aprendido a reconocer el latido del edificio y, por contraste, su falta. Hoy faltaba algo que no hacía ruido, pero torcía el resto de los sonidos: la silueta de Tomás enmarcada en una puerta, esa pausa suya de un segundo antes de entrar como quien toma impulso. Miré sin querer hacia la bodega del ala vieja; el pasillo estaba planchado de cloro y normalidad fingida.
Tomás no estaba.
La ausencia no grita. Ordena. Reacomoda todo para que el hueco quede al centro. Me di cuenta al encontrar en mi casillero una tarjeta blanca, sin logo, apenas una línea en tinta azul: No sigas cavando. Nada más. Ni firma, ni símbolo, ni fecha. La metí entre las hojas de la libreta y me lavé las manos como si la tinta fuera pegajosa.
Verónic