El sonido del cuchillo al cortar la fruta era casi terapéutico. Bianca estaba sentada en la cocina, con el pelo aún algo revuelto, camiseta ancha y las piernas cruzadas sobre la silla. Frente a ella, un tazón con yogur, trozos de fresa y avena. Una escena casi normal, si no fuera porque todavía tenía moratones en las muñecas y golpes y cicatrices por la cara y los brazos.
Ni rastro de trauma en su mirada. Solo hambre. Y un poco de ironía.
—¿Estás desayunando como si no hubieras degollado a más de tres hombres hace dos días? —dijo Nikolay, apareciendo en el umbral.
—Me gusta empezar la mañana con energía —respondió ella sin levantar la vista—. ¿Quieres café?
Él se acercó despacio, con las manos en los bolsillos, estudiándola como si esperase encontrar grietas que no estaban.
—Vamos a reforzar la seguridad. Guardias dentro y fuera. Perímetro vigilado las veinticuatro horas. Y tú no vas a salir sola. Nunca más.
Bianca dejó la cuchara sobre el plato con un suave clink.
—Ah, qué romántico.