GIULIA
Marco no me miró ni una sola vez en el trayecto. Su rostro era piedra, impenetrable, como si no cargara en sus manos la ruina de una madre separada de su hija. Intenté aferrarme a su brazo, implorarle, pero él se limitaba a empujarme hacia adelante con una fuerza calculada, seca, sin compasión.
—Por favor, Marco —mi voz se quebró, ahogada en llanto—. No lo hagas. No me encierres. Necesito ver a Isabella. ¡Ella me necesita!
Nada. Ni un gesto, ni una palabra. Como si mi dolor fuera un ruido de fondo que no le importaba. Me llevó hasta el calabozo, un espacio oscuro y húmedo, con olor a óxido y encierro. Allí, encadenado a la pared, estaba Riccardo. Su rostro era una máscara ensangrentada, los labios partidos, un ojo hinchado. Apenas levantó la cabeza al verme entrar.
—No… —intenté retroceder, como si con eso pudiera evitar el destino que ya estaba escrito.
Marco me sujetó las muñecas, sacó los grilletes y trató de inmovilizarme. Me resistí, pataleando, rogándole una vez más:
—¡D