DANTE
El pasillo que conducía a los calabozos estaba en silencio. Un silencio espeso, húmedo, que se pegaba a la piel como un sudor frío. Cada paso que daba resonaba en las paredes de piedra, acompañado del sonido metálico de mis llaves.
No quería sentir nada. Ni rabia, ni compasión, ni culpa.
Sobre todo, no quería sentir lástima.
No por ella.
No por una traidora.
Pero cuando la puerta se abrió y la vi, algo dentro de mí se estremeció.
Giulia estaba sentada en el suelo, encadenada de pies y manos. La luz mortecina que colgaba del techo iluminaba su rostro: sucio, ojeroso, el maquillaje corrido como si hubiese llorado durante horas. El vestido que alguna vez fue elegante ahora era un trapo roto pegado a su piel.
Y aún así… seguía viéndose hermosa.
Me obligué a apretar la mandíbula. No podía permitir que esa imagen me debilitara. No después de lo que había hecho.
—Mírame —ordené.
Ella alzó la vista, despacio, como si le pesara el alma. Y cuando sus ojos se encontraron con los míos,