La habitación está en silencio. Solo se escucha el sonido del fuego que crepita en la chimenea y el leve murmullo del viento colándose por la ventana entreabierta. Frente a mí, Giulia, mi esposa… mi amor, con el rostro iluminado por la luz cálida del fuego, parece una visión salida de un sueño.
Nunca imaginé que una mujer pudiera devolverme la vida, que pudiera hacerme sentir humano otra vez. Su presencia lo cambia todo.
Me acerco despacio, como si temiera que al tocarla se desvaneciera, como si todo esto fuera una ilusión que el destino pudiera arrebatarme de un momento a otro. Con la yema de mis dedos acaricio su rostro, delineando su mejilla, deteniéndome en su boca, esa boca que siempre dice exactamente lo que piensa, incluso cuando me reta.
—Nunca creí que llegaría este momento —le digo en voz baja, casi temerosa.
Ella sonríe, una sonrisa suave, la que siempre logra desarmarme. —Y aquí estamos —responde, con esa serenidad que solo ella puede tener—. Juntos.
La palabra juntos me a