Mundo de ficçãoIniciar sessãoÉl es la persona más respetada y temida de la ciudad. Un hombre cuyo poder se extiende entre las sombras, y cuya palabra es una ley silenciosa. Pero tras las puertas de un prestigioso instituto, tiene una fachada perfecta: el profesor más brillante y elocuente. Ella es una estudiante becada, inteligente y con un futuro prometedor, que lucha por salir de la pobreza. Para él, es un rayo de luz en su mundo de oscuridad, un objeto de deseo que no puede poseer... ni dejar libre. Lo que comenzó como una atención especial, un cuidado paternal con sus estudios, se transformó en una obsesión que consume cada uno de sus pensamientos. Ahora, cada mirada en el pasillo es un mensaje, cada lección privada es una trampa, y cada gesto de "protección" es en realidad una cadena. ¿Hasta dónde llegará el hombre más peligroso de la ciudad para hacer suya a la única persona que debería estar fuera de su alcance? Y, cuando ella descubra la verdadera identidad de su mentor, ¿podrá escapar de una obsesión que no conoce límites?
Ler maisEl Bentley negro se deslizó frente a la verja del instituto con un runrún de lujo y potencia que hizo girar cabezas. No era un coche, era una declaración de principios. La puerta se abrió y de él emergió un hombre alto, enfundado en un traje de un azul tan oscuro que casi parecía negro, cortado con una precisión que gritaba dinero. Damián Rey ajustó el cierre de oro de su muñeca y su mirada, fría y evaluadora, barrió la fachada del edificio como si estuviera calculando su valor de demolición.
Desde su lugar en los escalones, apartada del bullicio de estudiantes, Valeria Solís lo observó. Él no la veía aún, era solo una mancha de uniforme desgastado en un mar de adolescencia ruidosa. Se ajustó la chaqueta, intentando inútilmente ocultar el desgaste de las mangas. —¿Quién es ese? —murmuró Sofía, su amiga, pegándole el codo—. Parece salido de una revista. —El sustituto de Literatura, según los rumores —respondió Valeria, sin apartar los ojos de él—. Don Carlos se jubiló de imprevisto. —¿Un sustituto que gana más que el director? Ese coche cuesta más que la casa de mi abuela. Damián comenzó a caminar hacia la entrada, y su paso seguro creaba una estela invisible que los demás estudiantes instintivamente respetaban. Fue entonces cuando sus ojos, de un color tan profundo que no podía definirse, se posaron en Valeria. No fue un vistazo, fue un escaneo. Duró apenas un segundo, pero fue suficiente para que ella sintiera una inexplicable punzada de exposición, como si ese hombre pudiera ver no solo los remiendos de su uniforme, sino los moretones que llevaba bajo la tela. Él pasó de largo, dejando un rastro de una colonia amaderada y cara. Valeria contuvo el aliento sin saber por qué. —Vamos —dijo Sofía, tirando de su brazo—. Llegaremos tarde. La clase de Literatura estaba inusualmente callada cuando Damián Rey entró y escribió su nombre en la pizarra con una caligrafía enérgica y clara. —Buenos días. Soy Damián Rey. A partir de hoy, la literatura dejará de ser una asignatura aburrida para convertirse en un reflejo de la vida misma. O de la muerte. Su voz era aterciopelada, un susurro cargado de autoridad que llenó cada rincón del aula. Se volvió y apoyó sus manos en el escritorio, dominando el espacio con una facilidad pasmosa. —Empezaremos con Cien años de soledad. Pero no para hablar de realismo mágico, sino para hablar de obsesión. De la obsesión de José Arcadio Buendía por el conocimiento que lo llevó a la locura. Mientras hablaba, sus ojos recorrieron cada rostro, deteniéndose un instante en Valeria. Ella bajó la mirada, sintiendo el calor subirle por el cuello. —Tú —dijo él, señalándola con la barbilla—. La de la tercera fila. Valeria Solís, según la lista. Ella levantó la cabeza, sorprendida. —¿Sí? —¿Crees que una obsesión puede ser justificada si su fin es… proteger algo puro? El aula guardó silencio. Era una pregunta demasiado compleja, demasiado personal para una mañana de lunes. —No lo sé, profesor —respondió Valeria, encontrando una fuerza que no sabía que tenía—. Creo que toda obsesión, por buena que sea la intención, termina corrompiendo. Como la lepra de Renata Remedios. Una leve sonrisa, casi imperceptible, se dibujó en los labios de Damián. —Una respuesta interesante. La pureza corrompida por el deseo de poseerla. Toma asiento. El resto de la clase fue un torbellino. Él no leía el libro, lo diseccionaba, le arrancaba las entrañas y mostraba las pasiones más oscuras de sus personajes con una crudeza que dejaba a todos boquiabiertos. Cuando sonó el timbre, nadie se movió. —La lista de asistencia —anunció Damián, alzando una hoja—. Quiero que cada uno pase a firmar. Es una formalidad, pero las formalidades tienen su peso. Los estudiantes formaron una fila. Cuando le tocó el turno a Valeria, se acercó al escritorio. Él le tendió la pluma, y sus dedos rozaron los de ella. Un choque eléctrico, breve e intenso, hizo que Valeria retirara la mano un instante demasiado rápido. —¿Tienes miedo, Valeria? —preguntó él en un tono bajo, solo para ella. —No, profesor. Solo frío. —Mentira —musitó él, sin que los demás pudieran oír—. Pero es una mentira valiente. Ella firmó con mano temblorosa y cuando alzó la vista, se encontró con la suya. De cerca, sus ojos no eran solo penetrantes; eran un abismo. Vio en ellos una inteligencia glacial, pero también una chispa de algo intensamente cálido, algo que no cuadraba con la imagen del hombre impecable del Bentley. —Tu ensayo sobre la soledad en la poesía de Neruda —continuó él, hablando ahora en un tono normal—. El que dejó el profesor Carlos. Era excelente. Tienes una sensibilidad poco común para alguien de tu edad. —Gracias —logró decir Valeria, sintiendo que el elogio era un peso. —La inteligencia es un arma de doble filo, Valeria. Cuidado con en quién confías para afilarla. Esa frase, dicha con una suavidad aterradora, se le quedó grabada. Dio media vuelta y salió del aula, sintiendo su mirada clavada en su espalda como un dardo. En el pasillo, se apoyó contra los lockers, intentando recuperar el aliento. Sofía se acercó, deslumbrada. —¡Dios mío, Valeria! Parece que te ha elegido. ¿Qué te dijo? —Nada —susurró Valeria, frotándose los dedos que aún sentían el roce del suyo—. Nada que pudiera entender. Mientras, en el aula vacía, Damián Rey recogió sus cosas. Su mirada se posó en el nombre de Valeria Solís, escrito con una letra temblorosa pero firme en la lista de asistencia. Sacó su teléfono y envió un mensaje rápido, sin dirigirse a nadie. "He encontrado lo que buscaba. Procedan con la beca. Quiero un informe completo de su situación familiar para esta noche." Apagó la pantalla y se acercó a la ventana que daba al patio. Allí estaba ella, recogiendo sus libros con esa elegancia natural que contrastaba con su ropa sencilla. Una mancha de color genuino en su mundo gris de poder y cálculo. Una obsesión que acababa de echar raíces. —No temas al frío, Valeria —murmuró para sí mismo, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Pronto te daré todo el calor que nunca tuviste. Y serás sólo mía.Valeria intentó concentrarse en la ecuación de física escrita en la pizarra, pero el dolor sordo en sus costillas le recordaba la discusión de la noche anterior. Cada vez que respiraba hondo, una punzada le recordaba la fuerza con la que su padre la había empujado contra la pared. Bajó la mirada hacia su cuaderno, fingiendo tomar apuntes.—¿Estás bien? —susurró Sofía a su lado—. Estás pálida.—Sí, solo estoy un poco cansada —mintió Valeria, forzando una sonrisa.La puerta del aula se abrió y Damián Rey apareció en el marco. No era su hora de clase, pero su presencia llenó inmediatamente el espacio. Su mirada barrió el aula y se posó en Valeria con la intensidad de un rayo láser.—Disculpen la interrupción —dijo con su voz grave, dirigiéndose al profesor de física—. Necesito a la señorita Solís un momento. Asuntos de la beca.El profesor asintió con gesto complaciente. Todos los docentes parecían doblegarse ante la autoridad natural de Damián.Valeria se levantó, sintiendo cómo todas l
La biblioteca del instituto estaba sumida en ese silencio peculiar que solo existe entre montañas de libros polvorientos. Valeria organizaba unos volúmenes de poesía del siglo XIX en su estantería correspondiente cuando sintió esa presencia familiar, intensa e inconfundible, a sus espaldas. No necesitó volverse para saber quién era.—Baudelaire —dijo la voz de Damián, grave y a un palmo de su oído—. Las flores del mal. Una elección oscura para una mente tan joven.Ella se volvió, encontrándose con su pecho. Él no retrocedió. El espacio entre ellos era mínimo, cargado de electricidad.—La belleza puede encontrarse en la oscuridad, profesor —respondió, manteniendo la voz firme a pesar del vértigo que sentía—. O al menos, eso nos enseñó usted en la última clase.Él tomó el libro de sus manos, y sus dedos rozaron los de ella deliberadamente. Un nuevo escalofrío la recorrió.—"El vampiro", concretamente —leyó él el título del poema que ella tenía marcado—. Sobre una criatura que drena la v
El timbre del instituto sonó, marcando el final de la clase de matemáticas. Valeria recogió sus libros, sintiendo aún la pesadez del moretón en su muñeca bajo la manga. Sofía se acercó a su pupitre, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.—Otra vez llegó en el Bentley, ¿verdad? —preguntó, jugueteando con la punta de su cabello—. Todo el mundo habla de eso.Valeria cerró su mochila, evitando su mirada. —Fue solo un ascenso por la lluvia, Sofía. No era nada.—¿Nada? —rió Sofía, con un deje de amargura—. Valeria, ese hombre vale más que todo este barrio. Y a ti te eligió a ti para ser su… ¿protegida?—No digas tonterías. Solo le intereso académicamente.—¿Académicamente? —Sofía bajó la voz—. Ayer te llevó a casa en un coche de medio millón de euros. Hoy no ha dejado de mirarte durante todo el recreo. Eso no es interés académico.Valeria sintió una punzada de incomodidad. —Estás exagerando.—¿Yo? —Sofía la miró con intensidad—. Él ni siquiera sabe que yo existo. Y tú actúas como si fue
La lluvia caía con furia, convirtiendo el asfalto del estacionamiento en un espejo oscuro. Valeria se apretujaba bajo el estrecho techo de la parada de autobús, su uniforme ya moteado por la humedad que se filtraba. El Bentley negro permanecía inmóvil, como una bestia dormida, a solo veinte metros de distancia. Él estaba dentro, lo supo. Podía sentir el peso de su mirada a través de la cortina de agua.La puerta del coche se abrió. Damián Rey emergió con un paraguas negro y enorme que parecía absorber la poca luz que quedaba. Cruzó la distancia entre ellos con unos pocos pasos largos y decididos, deteniéndose justo al borde de la lluvia, frente a ella.—El autobús de la línea 42 —dijo, no como una pregunta, sino como una afirmación—. Suele averiarse con esta lluvia. Llevas quince minutos aquí tiritando.Valeria, sorprendida de que supiera qué autobús tomaba, se ajustó la mochila. —No pasa nada. Ya debe de estar llegando.—Mentiras de nuevo —respondió él, con una leve sonrisa que no al
El Bentley negro se deslizó frente a la verja del instituto con un runrún de lujo y potencia que hizo girar cabezas. No era un coche, era una declaración de principios. La puerta se abrió y de él emergió un hombre alto, enfundado en un traje de un azul tan oscuro que casi parecía negro, cortado con una precisión que gritaba dinero. Damián Rey ajustó el cierre de oro de su muñeca y su mirada, fría y evaluadora, barrió la fachada del edificio como si estuviera calculando su valor de demolición.Desde su lugar en los escalones, apartada del bullicio de estudiantes, Valeria Solís lo observó. Él no la veía aún, era solo una mancha de uniforme desgastado en un mar de adolescencia ruidosa. Se ajustó la chaqueta, intentando inútilmente ocultar el desgaste de las mangas.—¿Quién es ese? —murmuró Sofía, su amiga, pegándole el codo—. Parece salido de una revista.—El sustituto de Literatura, según los rumores —respondió Valeria, sin apartar los ojos de él—. Don Carlos se jubiló de imprevisto.—¿
Último capítulo