DANTE
El disparo aún resonaba en mis oídos.
Silencio.
Ese tipo de silencio denso, pesado, que no es paz sino miedo.
Los cuerpos en torno a la piscina quedaron congelados por un par de segundos… y luego empezó el caos. Gritos, chapoteos, carreras. Todos sabían lo que significaba un disparo mío: que su fiesta acababa, y que era mejor largarse antes de convertirse en el siguiente ejemplo.
Entonces la vi.
Giulia, desesperada, manoteando entre la multitud del agua. Su voz rota.
Y ahí, en medio de ese mar de idiotas, un imbécil trataba de salir de la piscina… arrastrando consigo a la niña. No nadaba. La hundía.
Isabella.
No pensé. No calculé. No existía nada más que esa imagen. Me lancé al agua como si fuera fuego. Llegué hasta él y le di un golpe seco en la cara. Sintonicé el sonido hueco de su nariz partiéndose con un placer frío. Lo solté a la nada y tomé a la niña.
Su cuerpo estaba blando. Demasiado blando.
La levanté del agua y salí de un salto.
—¡Marco! —rugí—. Sácalos a todos. ¡Ah