GIULIA
Esta mañana desperté con una sola idea en la cabeza: agradecerle a Fiorella. No tengo mucho para ofrecer, pero quería corresponderle con algo que hablara desde el corazón, y lo único que sé hacer bien, incluso en medio de todo este infierno, es cocinar. Preparé un postre sencillo, una especie de torta de almendras y miel con manzana. No es mucho, pero lo hice con cariño.
—¿Vamos a ver a Fiorella? —preguntó Isabella mientras tocaba la ramita de lavanda que Fiorella le había regalado. La usaba como un bastón improvisado, la movía con gracia, tocando con suavidad el suelo y las paredes, familiarizándose con cada paso de esta enorme y extraña casa.
—Sí, vamos —le respondí con una sonrisa—. Llevaremos esto para agradecerle.
Caminamos hasta el jardín. El sol estaba alto, el aire olía a tierra húmeda y jazmín, y Fiorella ya estaba entre las flores, con las manos manchadas de tierra y una expresión de calma en el rostro. Isabella se acercó alegremente, reconociendo su voz antes de que