Llegamos al lugar de la luna de miel al atardecer. Desde la ventana del coche veía cómo la luz dorada se filtraba entre los palmerales y se reflejaba en la piscina infinita frente al mar. El aroma a sal y flores tropicales llenaba el aire, y por un instante sentí que podía dejarme llevar… pero la realidad de nuestro matrimonio volvió a mi mente. Alessandro seguía siendo frío, distante, inalcanzable.
El mayordomo nos indicó que seguiríamos caminos separados: él hacia su suite, yo hacia la mía. Caminé por un pasillo de madera pulida, admirando la decoración minimalista y elegante, y llegué a mi habitación. La vista era impresionante: el mar se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con olas que brillaban bajo el sol que se ocultaba lentamente. Mi vestido ligero color champagne se movía suavemente con la brisa del balcón, recordándome la formalidad que rodeaba cada paso que daba en esta nueva vida. Me dejé caer en la cama un momento, cerrando los ojos, y los recuerdos vinieron de golpe. Firmamos aquel contrato hace apenas unos días. Alessandro recitaba cada cláusula con la misma frialdad que mostraba ahora. Yo estaba nerviosa, con el corazón encogido, y él simplemente me miró: —No hay nada emocional aquí, Isabella. Esto es un acuerdo. Firmé. Y luego, como si fuera un gesto banal, me entregó una tarjeta Black Car, con la que pagué varias deudas del hospital y solucioné los problemas económicos que me habían estado agobiando desde que me gradué en arquitectura. Esa tarjeta había sido un alivio, una manera de tomar aire mientras la vida seguía exigiéndo me crecer rápidamente. Pensé en mi carrera. Siempre había soñado con diseñar edificios que marcaran la diferencia, crear espacios que conectaran a las personas con la naturaleza y la arquitectura. Quizás, solo quizás, trabajar con Alessandro sería una oportunidad. No por amor, sino por estrategia. Respiré hondo y le envié un mensaje conciso: "Podríamos discutir un proyecto juntos. Creo que puedo aportar ideas interesantes." Su respuesta llegó de inmediato: "Será mi decisión. No te entusiasmes demasiado." Su arrogancia me molestó, pero era la realidad de cómo funcionaba con él: frío, directo, impecable. A los pocos días, nos esperaba la primera cena formal con su familia. Alessandro no tenía madre; sus padres habían muerto en un accidente, pero su abuela, abuelo, tía y algunos primos nos recibirían. Además, yo tendría la oportunidad de ver a mi madre y a mi hermanito Daniel, de 14 años. Al llegar a la mansión, mi madre me abrazó con fuerza. Se notaba débil, pero su sonrisa intentaba ocultarlo. Daniel me dio un tímido “hola, Isabella” y me hizo sonreír; su juventud y energía eran un alivio en medio de tanta formalidad. Alessandro me presentó a su abuela y abuelo, su tía y primos, y yo saludé con cortesía, manteniendo la compostura mientras él permanecía a mi lado, rígido, evaluando cada detalle con su mirada penetrante. Durante la cena, la conversación fluía de manera educada. Intenté interactuar con su familia, pero cada palabra debía medirse. Alessandro, como siempre, me lanzó comentarios secos y directos cuando me distraje: —No hables demasiado con ellos, Isabella. No es necesario impresionar —dijo en un tono bajo y arrogante. —No lo haré —respondí, intentando no dejarme intimidar—. Solo quiero ser cortés. Él arqueó una ceja, claramente sin creerme, y se recostó en su silla, observando la mesa con precisión. Esa frialdad, aunque irritante, tenía un efecto extraño: me obligaba a mantenerme alerta y estratégica. Todo parecía bajo control hasta que mi madre empezó a sentirse mal. Apenas habíamos terminado el postre cuando se apoyó en mí, pálida y débil. Daniel se sobresaltó. —Mamá… ¿estás bien? —pregunté, conteniendo el pánico. Alessandro intervino de inmediato: —Llévala al hospital. Ahora. Ayudamos a mi madre a levantarse. Daniel la sostenía por un brazo, yo por el otro, mientras Alessandro nos guiaba con su habitual eficiencia, calculando cada movimiento y asegurándose de que nada saliera mal. Durante el trayecto en coche hacia el hospital, el silencio era pesado, pero necesario. Intenté romperlo: —Alessandro… ¿cómo puedes mantenerte tan… calmado en todo esto? —pregunté. —No es calma, Isabella. Es control —respondió, con arrogancia—. Las emociones no ayudan. Llegamos al hospital y los médicos recibieron a mi madre inmediatamente. La llevaron a la sala y yo permanecí a su lado, sosteniendo su mano mientras Alessandro se mantenía a cierta distancia, evaluando todo con precisión. Su frialdad era irritante, pero también reconfortante en la medida en que todo funcionaba eficientemente. Más tarde, cuando nos quedamos solos en el pasillo, lo miré: —Gracias… por organizarlo todo tan rápido —dije, intentando mostrar gratitud. —No es cuestión de gratitud —replicó, con su voz fría y arrogante—. Simplemente hice lo que debía. Respiré hondo y acepté nuestra dinámica: respeto, estrategia y distancia emocional. No habría amor romántico, pero había seguridad. Y por ahora, eso era suficiente. al poco rato vino la enfermera. —Como está?—pregunte con inquietud. —Lo siento señorita Isabella su madre ha desarrollado Metástasis pulmonar tenemos que comenzar la Quimioterapia lo más rápido. El silencio fue tan pesado que sentí cómo me aplastaba el pecho. Mi mente quedó en blanco, como si de repente alguien hubiera apagado todas las luces dentro de mi. Alessandro me noto y le dijo a la enfermera—Hagan lo que tengan que hacer. Las palabras rebotaron en mis oídos, pero no lograban calar en mi piel. solo una pregunta empezó a taladrar me desde adentro, una que me dejó sin aire y con un miedo que no supe disimular. ¿Y si ya era demasiado tarde?