En el corazón de Puebla, entre los lujos del Club Residencial El Refugio y la dinámica empresarial de Lomas de Angelópolis, se desarrolla una historia de poder, traición y redención. Yago, un hombre brillante de 33 años con TDAH y tendencias narcisistas, lucha por abrirse camino en el mundo empresarial, marcado por la presión familiar y la manipulación emocional. Aunque es el verdadero artífice de megaproyectos como "Puerto Esmeralda" y "Torres Altamar" en Veracruz-Boca del Río, su padre, Ludwig —un empresario alcohólico y calculador— le arrebata el crédito y controla sus finanzas con mano de hierro. Yago es hijo único del matrimonio con Theresia, una médica ética y fuerte, pero debe convivir con los intereses oscuros de Diana, la segunda esposa de Ludwig, que manipula todo a su favor para asegurar el futuro de su hijo Heinz, un niño con autismo leve y un carácter dominante, y de su primogénito Joren. Rodeado de hipocresía, celos y tensiones familiares, Yago encuentra una luz inesperada en Nant, una joven brillante y amorosa, formada en Microbiología y Biotecnología, cuyo sueño es construir un hospital para los más necesitados. Juntos, idean una empresa propia que podría eclipsar el imperio familiar, pero su amor será puesto a prueba por enemigos invisibles, fantasmas del pasado como Belem —una exnovia obsesiva— y la presencia silenciosa pero inquietante de Sofía. Mientras Yago y Nant luchan por su independencia personal y financiera, enfrentan no solo los obstáculos externos, sino sus propias inseguridades, dudas y heridas emocionales. Esta novela teje una trama intensa de ambición, amor, familia y resiliencia en un México contemporáneo donde los vínculos de sangre pueden ser tanto una bendición como una condena.
Leer másLas luces intermitentes del medidor de pago, un insistente parpadeo en rojo anaranjado, taladraban los ojos de Yago desde la pantalla de su cuenta bancaria. Era un tic nervioso, un recordatorio constante de una promesa rota. La irritación de Yago no era solo un destello; se solidificó, convirtiéndose en una losa pesada en su pecho. El depósito por el rendimiento trimestral de la sede Veracruz de CIRSA, el dinero que por ley y por su esfuerzo le correspondía, debía haber figurado en su cuenta tres días antes, religiosamente. Pero la casilla seguía en cero, un eco vacío de sus expectativas. Su padre, Ludwig, un hombre de rostro alargado y con las sienes plateadas, siempre escurridizo, no respondía a sus insistentes llamadas. Y Diana, la pareja actual de Ludwig, una mujer de tez clara y cabello rubio, con ojos de lince enmarcando un delineado marcado y labios rojos siempre listos para una sonrisa falsa, ofrecía su ya familiar letanía: "Está en junta, Yago. Ya sabes cómo es tu padre con los negocios. Siempre ocupado".
Yago estaba sentado en su oficina, un santuario de cristal y acero en el último piso de una de las torres más imponentes de Torres Altamar, el distrito financiero y comercial que él mismo había ayudado a levantar en Boca del Río. El sol de la tarde veracruzana se filtraba por los inmensos ventanales, bañando su figura en una luz dorada mientras se reflejaba en el pulcro escritorio de caoba. Afuera, la vista era un lienzo vivo: el azul profundo del Golfo de México, las modernas estructuras que se alzaban como monumentos a la prosperidad, y más allá, las palmeras que se mecían suavemente en Puerto Esmeralda, la colonia residencial de lujo que también llevaba su huella invisible. La ironía era palpable, un nudo en su garganta. Él había concebido, diseñado y ejecutado la visión detrás de esta expansión, la que había atraído a los inversores y catapultado a CIRSA a un nuevo nivel de prestigio en el sureste mexicano. Pero el mérito, como la mayor parte del dinero, había sido engullido por la sombra de su padre.
Sobre su escritorio, una pila creciente de planos de nuevos proyectos languidecía sin la firma de aprobación de Ludwig, y a su lado, una montaña de facturas de proveedores clamaba por ser saldada. La mirada de Yago, de un frío acerado y casi gélido, se clavaba en el horizonte, no en el paisaje, sino en el vacío de sus propios pensamientos. No era tristeza. Tampoco era pura ira. Era esa amalgama de ambas, el punto exacto donde la frustración se convertía en una daga helada que le perforaba el estómago, recordándole una y otra vez la injusticia.
La gente a menudo decía que Yago, un hombre joven con el cabello oscuro y liso peinado hacia un lado, enmarcando un rostro alargado y unas gafas de montura metálica, siempre parecía enojado, o que tramaba algo. Rara vez se equivocaban del todo. Su TDAH, ese motor incesante que habitaba su mente, lo mantenía en un flujo constante de ideas, cálculos, problemas y soluciones. Su cerebro, un torbellino de actividad, nunca se apagaba. Su mirada gélida, esa expresión casi permanente de ceño fruncido, era solo la superficie de una mente que siempre estaba analizando la siguiente jugada, el próximo movimiento en el tablero de ajedrez de su vida y de la empresa. Una mirada intensa, "como si siempre estuviera enojado o pensando en un proyecto para llevar a cabo", era su sello personal, un reflejo de su mente hiperactiva.
—Papá no va a pagar —murmuró Yago, su voz áspera, un rasposo sonido en la quietud de su oficina. Dio voz a la verdad, esperando que al hacerlo, la hiciera menos punzante, menos real. Pero no lo era. Solo amplificaba la resonancia del vacío en su cuenta y la holladura en su espíritu.
Estaba hasta la coronilla. Harto de que el sueldo que merecía, que se había ganado con creces por transformar la operación de CIRSA en toda la zona conurbada Veracruz-Boca del Río, nunca llegara a tiempo, o peor, no llegara en absoluto. Harto de las excusas de Ludwig, quien se creía el experto en todo aunque sus conocimientos fueran limitados, y que siempre encontraba un "recorte inesperado", una "emergencia fiscal" o el infame "ya veré la otra semana", que invariablemente significaba "nunca". Yago sabía que ese dinero se volatiliza, a menudo desviado para mantener la vida de su padre con Diana y Heinz en el Club Residencial El Refugio en Puebla.
Harto también de que Diana, con su sonrisa calculada y sus labios rojos, se inmiscuyera en cada decisión como si fuera la dueña de la empresa. Ella, con su astucia, tejía intrigas invisibles, susurrando malos consejos a Ludwig cuando este estaba vulnerable por el alcohol, para que Yago quedara mal. Siempre lograba que el protagonista actuara de una manera que beneficiaba a su propio hijo, Joren, o, más importante, a Heinz.
El brillo de la pantalla de su laptop se encendió, reflejándose en sus gafas. Abrió el grupo de W******p de “Administración Ejecutiva”, un nido digital de serpientes y aspirantes al trono, un ecosistema que le resultaba familiar y aborrecible. Ahí estaban todos: los ingenieros leales a Ludwig, los contadores cautelosos, los jefes de obra que le debían el puesto a Yago, y por supuesto, Heinz. Heinz, el niño mimado, un niño de cabello oscuro y sonrisa amable que en la foto de perfil del grupo aparecía orgulloso frente a un cartel escolar. El "niño emperador", como Yago lo había escuchado a sus espaldas, que vivía en Puebla con su madre, Diana. Un niño con autismo leve que, a ojos de Diana, era el futuro líder de CIRSA, a pesar de sus berrinches caprichosos y su evidente falta de interés en cualquier cosa que no fueran sus videojuegos o sus caprichos, un rasgo del "niño emperador" que se manifestaba en su absoluta falta de empatía o cooperación. Diana lo preparaba para heredar el imperio, mientras Joren, su hijo mayor (un hombre joven de complexión robusta y rostro redondo), que trabajaba en el Poder Judicial, era visto por ella como un "inútil", una pieza desechable en su ajedrez familiar.
Una risa amarga y despectiva escapó de los labios de Yago. —Jamás será líder —susurró, el sonido rasposo en la quietud de su oficina. Dio un golpe suave al teclado, como sellando una sentencia—. No mientras yo siga respirando y siga aquí.
Su pulgar se deslizó por la pantalla del celular, casi por inercia, buscando una distracción. Una notificación de Messenger. Un recuerdo. Irónico, ¿no? Un recordatorio de un pasado que había transformado, de manera innegable y radical, su presente.
"Conferencia de Jóvenes Adultos Solteros – Abril 2020."
Ahí había empezado todo. En medio de la incertidumbre global que había traído la pandemia de SARS-CoV-2, los encierros, las videollamadas que se habían convertido en el único puente con el exterior y el miedo a un virus desconocido, había encontrado algo, o mejor dicho, a alguien, completamente inesperado. Ahí la había visto por primera vez, una imagen pixelada en su pantalla, pero cuya esencia brillaba con una claridad asombrosa, como un faro en la oscuridad.
Nant.
Una mujer de rostro cálido y redondeado, con el cabello castaño oscuro recogido en una cola, de mirada vivaz y una sonrisa amable que iluminaba sus ojos grandes. Brillante, sí. Diferente, sin duda. Pero inalcanzable, eso pensó Yago al principio, un hombre acostumbrado a medirlo todo en términos de control y beneficio. Una joven que hablaba de Dios y ciencia —desde la Microbiología y Biología Molecular estudiada en BYU hasta la Biotecnología de la UVM— con la misma pasión desbordante, con la ternura de una niña buena pero la inteligencia incuestionable de una mujer imparable. Su voz, incluso a través de los altavoces de su laptop, era dulce, pero poseía una firmeza y una convicción que Yago no había encontrado en nadie más. Sus ojos, grandes y cálidos, parecían ver más allá de su fachada de frialdad, más allá de la máscara de cinismo que él había perfeccionado durante años. Su primer mensaje privado, enviado por F******k tras verla en el grupo de la conferencia, fue simple, casi inocente, pero un dardo directo al corazón de su escepticismo y su ética cuestionable:
"¿También estás en el grupo de las 7 p.m.?"
Yago respondió sin pensarlo, impulsivamente, algo raro en él que solía calcular cada interacción. De eso habían pasado tres años. Tres años desde que esa simple pregunta marcó el punto de inflexión. Desde entonces, su vida, y lo que era más sorprendente, su ética, había comenzado a cambiar de forma gradual, casi imperceptible al principio, pero ahora innegable. La amnesia selectiva, esa capacidad suya para borrar convenientemente los episodios de su pasado turbio o sus decisiones moralmente grises, empezó a desvanecerse ante la claridad y la integridad inquebrantable de Nant.
Ella no solo creía en él, el Yago ambicioso y, a veces, despiadado. No solo veía el potencial que Yago a veces luchaba por reconocer en sí mismo, oscurecido por la sombra de su padre. Ella creía en lo que podían construir juntos. Un imperio propio, despojado de las sombras de Ludwig y Diana. Un lugar donde la visión de Yago se materializaría sin que nadie le arrebatara el crédito, donde el dinero generado serviría para sus propios propósitos, para el sueño compartido de Nant de un hospital de alta tecnología para los más desfavorecidos. La idea de comprar y absorber la empresa de su padre, o de convertirse en su competencia directa y aplastante, se había convertido en su mayor motivación, el motor que lo impulsaba a pesar de los obstáculos.
Pero a veces, en noches como esta, cuando el saldo de la cuenta seguía en cero, cuando Ludwig se esfumaba en sus propios vicios y Diana sembraba su veneno con una sonrisa complaciente, Yago dudaba. Dudaba de todo. De su capacidad para superar a su padre, de su habilidad para construir algo desde cero sin caer en las mismas trampas de codicia y control.
Hasta dudaba de sí mismo.
En el fondo, más allá de la ambición de ser millonario, su mayor miedo no era quebrar la empresa de su padre. No era fracasar profesionalmente en la constructora que, irónicamente, él había modernizado y expandido. Era mucho más personal, más íntimo.
Era no poder darle a Nant la vida que ella merecía. La estabilidad. La seguridad. El futuro que él le había prometido en sus sueños más ambiciosos. Era el temor de que, a pesar de todo su ingenio y su arduo trabajo, la sombra de "Saldo Pendiente" lo persiguiera por siempre, no solo en su cuenta bancaria, sino en el corazón de su propia familia, carcomiendo su futuro con la mujer que lo había transformado.
El sollozo de Belém se había convertido en un suspiro, un eco de la tormenta que acababa de desatarse en el silencio de su habitación. Acunada en los brazos de Aria, sentía la seguridad que el mundo exterior le había negado. La confesión había sido un alivio, pero la vergüenza, el dolor y la humillación la oprimían con un peso insoportable. En ese abrazo de consuelo, las dos hermanas formaban un oasis de honestidad en el vasto desierto de mentiras en el que Belém se había construido una vida. El aire estaba cargado de lágrimas, de verdades a medias y de la cruda realidad de la doble vida que Belém había llevado, una vida que ahora se desmoronaba ante sus ojos.El sonido de la llave en la puerta principal de la casa rompió el momento. El tintineo metálico seguido por el suave "clic" del seguro, un sonido tan familiar que se había vuelto imperceptible, ahora resonaba como una campana de alarma en el silencio de la tarde. El corazón de Belém dio un vuelco. Se separó abruptamente de Aria,
La oscuridad de la habitación de Belém se había vuelto un refugio, un santuario de miseria donde podía ser ella misma sin la máscara de la abogada implacable o la mujer seductora. Acurrucada en su cama, en posición fetal, el llanto se había convertido en un sollozo seco, un temblor constante que le sacudía el cuerpo. El silencio era su único compañero, un eco de la soledad que la había invadido. El peso de lo que había perdido, el amor de Yago, la dignidad que le quedaba, la aplastaba. La ironía era cruel: había ganado su puesto, pero había perdido su alma. El sonido de la llave en la puerta y el suave chirrido al abrirse la sacaron de su trance. Era su hermana, Aria.Aria entró con una cautela que delataba su preocupación. Había notado el silencio inusual, la ausencia del bullicio de la vida cotidiana de Belém, que siempre llegaba con una energía que llenaba la casa. La encontró hecha un ovillo, un pequeño bulto de dolor en medio de la cama. El corazón de Aria se encogió. Se sentó en
El taxi seguía esperando frente al imponente portón de acero negro de la casa de Yago, un humilde testigo de la humillación de Belém. Con el corazón hecho pedazos y la cabeza gacha, Belém se subió de nuevo al asiento trasero. El nudo en su garganta era tan grande que apenas podía respirar, y sus ojos se habían convertido en dos manantiales que no podían contener las lágrimas. Su cuerpo, que antes se sentía pesado, ahora se sentía vacío. El traje de diseñador, que había elegido esa mañana con un falso sentido de poder, se sentía como una burla. El olor a perfume caro que aún persistía en la tela le resultaba nauseabundo, una mentira más en el vasto océano de mentiras en el que se había convertido su vida. Con la voz entrecortada, apenas un susurro que se perdió en el motor ronroneante del vehículo, le pidió al taxista que la llevara a la Colonia "Fraccionamiento Jardines de la Riviera".El taxista, un hombre con una mirada amable y un rostro surcado por las líneas del sol y la experien
El taxi se detuvo frente al imponente portón de acero negro. El silencio de la colonia, tan denso y pesado como el aire salado, se sentía como un reproche. El motor del auto, que antes había sido un zumbido constante, ahora parecía un ruido ensordecedor en medio de la quietud de la noche. Belém, con el corazón latiendo con una mezcla de ansiedad y una extraña esperanza, abrió la puerta. El olor a sal, a mar y a flores exóticas que flotaba en el aire le trajo un aluvión de recuerdos, de noches en las que ese mismo olor había sido el preludio de la intimidad con Yago. La casa se erigía como un faro de la vida que había rechazado, una vida de amor, de paz y de dignidad. Y ahí, parada frente al portón, Belém se dio cuenta de que había regresado a un lugar donde el tiempo se había detenido, un lugar donde su pasado la esperaba.El taxista, un hombre que parecía haber visto de todo, la observó por el retrovisor con una mezcla de curiosidad y cautela. Belém bajó, su mirada fija en el portón.
El asco que había sentido en la oficina, ese frío y denso veneno que le recorría el cuerpo, se convirtió en la fuerza motora que impulsó a Belém fuera de su silla, de su despacho. Había logrado conservar su puesto, pero a un costo que le quemaba la piel. No era el miedo a ser despedida lo que la había hecho sonreír y susurrar palabras obscenas, sino una desesperación que la obligaba a aferrarse a la única herramienta que King le había dejado claro que valoraba: su sexualidad. La humillación era tan profunda que no podía respirar en ese espacio, en el que cada objeto le recordaba a King y a la abismal distancia entre la dignidad y la supervivencia.En cuanto vio la figura de King desaparecer por la entrada principal del edificio, Belém se levantó con una determinación que no había sentido en mucho tiempo. No era la determinación de una abogada en la sala de audiencias, sino la de una mujer que busca redención o, al menos, un escape. Salió de la oficina, su rostro una máscara de calma,
Cuando King terminó de hablar con Belém, un silencio pesado se instaló en la oficina. La frase "Por eso me fui. Y por eso me quedé" seguía resonando en el aire, una bofetada helada que había dejado a Belém sin aliento. King, como si el momento de revelación no hubiera existido, se dio la vuelta para irse. Pero antes de cruzar el umbral de la oficina, hizo un gesto que para Belém fue la confirmación final de su estatus en la vida de ese hombre.King estiró su mano y, de una manera casual, casi paternal, la posó en la espalda baja de Belém. Sus dedos se detuvieron a solo unos centímetros de lo que habría sido un glúteo, un espacio de la piel tan íntimo que el contacto, aunque fugaz, fue un recordatorio cruel de la naturaleza de su relación. El toque fue firme, posesivo, como el de un dueño marcando su propiedad.Belém, en un acto reflejo, sonrió. Fue una sonrisa de dos caras, una máscara compleja que ocultaba una verdad abrumadora. La primera razón para su sonrisa, la que quería que Kin
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