El brillo blanquecino de la pantalla del celular se reflejaba en los ojos de Nant, iluminando su rostro cálido y redondeado, enmarcado por el cabello castaño oscuro que caía en ondas sobre sus hombros. La sonrisa de Yago, visible en la videollamada, era diferente a la de su foto de perfil; más suave, casi vulnerable. Habían pasado meses desde aquella primera interacción en el grupo de F******k de la Conferencia de Jóvenes Adultos Solteros, y la curiosidad había mutado en algo más profundo, algo que ella, con su mente analítica de biotecnóloga, no podía racionalizar del todo.
—Mi madre no está muy convencida de que viaje sola —confesó Nant, su voz dulce pero con un dejo de preocupación, mientras se ajustaba las gafas. Estaba en la sala de su casa, en Puebla, donde el silencio de la pandemia había amplificado los murmullos de la inminente separación de sus padres. Su madre, una mujer protectora y tradicional, veía un viaje de Puebla a Veracruz para conocer a un hombre de internet como una imprudencia monumental. Su padre, igualmente cauteloso, secundaba la preocupación.
Yago, desde su oficina en Torres Altamar, Veracruz, sintió un pinchazo de frustración. Quería verla, sentir esa conexión eléctrica que trascendía las pantallas. Pero comprendía las reservas. Era en ese momento cuando la figura de su propia madre, Theresia, la catedrática de medicina de la AUP, una mujer de edad madura, con el cabello castaño oscuro y ondulado que le llegaba hasta los hombros, y un rostro delgado marcado por años de intelecto y alguna que otra arruga de preocupación, emergió en su mente como una solución. Theresia, con su pragmatismo y su innata capacidad para inspirar confianza, era la clave.
—Dame su número —dijo Yago, su voz firme—. Mi madre hablará con la tuya.
Lo que siguió fue una negociación digna de un tratado internacional. Theresia, vestida con una blusa de seda en tonos turquesa claro, su voz melodiosa y su lenguaje preciso, llamó a la madre de Nant. La conversación, que duró casi una hora, fue un delicado baile de argumentos y concesiones. La madre de Nant, aunque seguía reticente, finalmente cedió, pero no sin una condición inquebrantable: Nant no viajaría sola. Tendrían que ir sus padres y su hermana menor, ocho años más joven que ella. Un convoy familiar para un primer encuentro. Yago, al enterarse, no pudo evitar una sonrisa. Si eso significaba tener a Nant cerca, aceptaría un circo completo.
El viaje fue una odisea familiar. Los padres de Nant, con la tensión del divorcio flotando entre ellos como una densa niebla, intentaban mantener la compostura. Su hermana menor, con la curiosidad de la adolescencia, estaba emocionada por la "aventura". Nant, por su parte, sentía una mezcla de nerviosismo y una extraña certidumbre. El paisaje cambiaba de la aridez central a la exuberancia tropical a medida que se acercaban a la costa del Golfo. El aire se volvió denso y cálido, cargado con el salitre y la promesa de lo desconocido.
Finalmente, llegaron a Puerto Esmeralda, la colonia residencial más exclusiva de Boca del Río, un oasis de arquitectura moderna y diseño impecable que se extendía majestuoso a orillas del mar. Las calles, anchas y arboladas, estaban flanqueadas por mansiones de techos a dos aguas y piscinas que resplandecían bajo el sol. Yago había sido el cerebro detrás de gran parte de su desarrollo, un hecho que Ludwig convenientemente olvidaba mencionar. La casa de Yago era una joya minimalista: amplios ventanales, concreto pulido, y una terraza con vistas infinitas al océano, diseñada para la contemplación y el trabajo, una extensión de su propia mente ordenada y ambiciosa.
Cuando el auto de la familia de Nant se detuvo frente a la residencia, Yago salió a recibirlos, Theresia a su lado. El aire se cargó de una anticipación palpable.
Yago, con su cabello oscuro y liso peinado hacia un lado, sus gafas de montura metálica que daban un aire intelectual a su rostro alargado, no pudo evitar que su mirada habitualmente fría se ablandara al verla. Nant, bajando del coche, se veía aún más radiante que en la pantalla. Su sonrisa amable, que iluminaba sus ojos grandes, era contagiosa. Llevaba un vestido ligero de color esmeralda que resaltaba su tez morena y el brillo en sus ojos. Fue un instante suspendido en el tiempo. Para Yago, fue amor a primera vista. Para Nant, un reconocimiento profundo, como si lo hubiera conocido siempre.
Los saludos fueron formales, pero llenos de una curiosidad mutua. Theresia, con su elegancia innata, fue la anfitriona perfecta, rompiendo el hielo con su conversación amena sobre viajes y la situación actual de la medicina. Los padres de Nant, aunque inicialmente reservados, se relajaron bajo la influencia de Theresia y el ambiente sereno.
Mientras los adultos conversaban, Nant y Yago encontraron pequeños momentos para conectar. Pasearon por el jardín, con la brisa marina acariciando sus rostros. Hablaron de todo: sus carreras, sus sueños, incluso las peculiaridades de la pandemia que los había unido. La química entre ellos era innegable, una energía que vibraba en el aire y que no pasó desapercibida para sus familias. La dulzura de Nant, su risa espontánea y ligeramente infantil, encajaba de manera sorprendente con la seriedad de Yago. Ella, por su parte, se sentía atraída por su mente brillante, su ambición y, a pesar de su mirada fría, un atisbo de vulnerabilidad que pocos veían.
La cena fue un festín de mariscos y conversación. Las risas resonaban en la sala, un sonido alegre que contrastaba con las tensiones que ambos arrastraban en sus respectivas vidas. Nant observaba a Yago interactuar con su madre, viendo una faceta tierna y respetuosa que no esperaba de un hombre que parecía tan absorto en sus proyectos. Yago, a su vez, admiraba la forma en que Nant apoyaba a su familia, la paciencia con su hermana y el respeto con el que trataba a sus padres, a pesar de la fractura inminente de su matrimonio.
Al final de la visita, las despedidas fueron cálidas, no solo entre Yago y Nant, sino entre las familias. Se había forjado un puente, no solo entre dos personas, sino entre dos mundos, dos estirpes. Yago sabía que esto era el comienzo de algo trascendental. La imagen de Nant, su sonrisa, la promesa de su presencia en su vida, se ancló en su mente, convirtiéndose en el motor que necesitaba para enfrentar los desafíos que sabía que se avecinaban. La idea de construir un futuro a su lado, de edificar un imperio que fuera verdaderamente suyo, era ahora más que una ambición; era una necesidad, un compromiso.
Nant regresó a Puebla con el corazón agitado. El divorcio de sus padres seguía avanzando, y la necesidad de apoyar a su madre y a su hermana se hacía más apremiante. Sin embargo, la chispa de Yago, la posibilidad de un futuro compartido, la llenaba de una energía renovada. La distancia les dio la oportunidad de consolidar su conexión a través de llamadas interminables y mensajes diarios, transformando el amor a primera vista en una base sólida para lo que estaba por venir. El eco de sus dos mundos, una vez distantes, ahora resonaba en armonía, aunque aún no sabían qué tormentas amenazaban con romper esa naciente melodía.