La sala de juntas de CIRSA Matriz en Lomas de Angelópolis, Puebla, solía ser un espacio de acuerdos tácitos y lujos silenciosos. Hoy, en la mañana del viernes, estaba cargada de una tensión palpable. Las persianas estaban corridas, dejando la luz natural filtrarse apenas por los bordes. Sobre la pulcra mesa de caoba, solo reposaban vasos de agua, plumas y documentos con gráficos de pesadilla: números rojos, proyecciones fiscales devastadoras y copias de las notificaciones gubernamentales.
Los asistentes eran pocos, pero su presencia era monumental. A la cabecera, inmaculada como siempre, se sentaba Theresia del Castillo. Su elegancia era innata, su cabello plateado recogido en un moño perfecto, su traje sastre de un azul discreto que denotaba poder sin estridencias. Sus ojos, del mismo azul gélido que los de Yago, observaban la sala con una calma que desmentía la tormenta que se cernía sobre ellos. A su lado, Ludwig del Castillo, visiblemente inquieto, su camisa algo arrugada, su mira