El grupo avanzó hacia la terraza principal de "Altamira Bay". La brisa del Pacífico golpeaba suavemente, pero en la mesa expandida que los esperaba, el aire parecía estático, cargado de una gravedad específica que solo generan los apellidos poderosos.
La mesa estaba puesta con una meticulosidad quirúrgica: mantelería de lino blanco, cristalería de Riedel alineada geométricamente y cubiertos de plata que brillaban bajo la luz tenue de las velas.
Cuando llegaron al borde de la mesa, se activó un protocolo antiguo, una danza de etiqueta que los Korályov de la Vega llevaban en la sangre como una segunda naturaleza.
Yago, ignorando a los meseros que se apresuraban a ayudar, tomó el respaldo de la silla designada para Nant. Con un movimiento fluido y caballeroso, la retiró para que ella pudiera pasar.
En ese preciso instante, como si un resorte invisible se hubiera soltado, los hombres de la mesa reaccionaron.
Viktor Korályov de la Vega se puso de pie. Y con él, sus dos hijos varones, Serge