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El Saldo de la Estripe
El Saldo de la Estripe
Por: Engel1813
Capítulo 1: Saldo pendiente

Las luces intermitentes del medidor de pago, un insistente parpadeo en rojo anaranjado, taladraban los ojos de Yago desde la pantalla de su cuenta bancaria. Era un tic nervioso, un recordatorio constante de una promesa rota. La irritación de Yago no era solo un destello; se solidificó, convirtiéndose en una losa pesada en su pecho. El depósito por el rendimiento trimestral de la sede Veracruz de CIRSA, el dinero que por ley y por su esfuerzo le correspondía, debía haber figurado en su cuenta tres días antes, religiosamente. Pero la casilla seguía en cero, un eco vacío de sus expectativas. Su padre, Ludwig, un hombre de rostro alargado y con las sienes plateadas, siempre escurridizo, no respondía a sus insistentes llamadas. Y Diana, la pareja actual de Ludwig, una mujer de tez clara y cabello rubio, con ojos de lince enmarcando un delineado marcado y labios rojos siempre listos para una sonrisa falsa, ofrecía su ya familiar letanía: "Está en junta, Yago. Ya sabes cómo es tu padre con los negocios. Siempre ocupado".

Yago estaba sentado en su oficina, un santuario de cristal y acero en el último piso de una de las torres más imponentes de Torres Altamar, el distrito financiero y comercial que él mismo había ayudado a levantar en Boca del Río. El sol de la tarde veracruzana se filtraba por los inmensos ventanales, bañando su figura en una luz dorada mientras se reflejaba en el pulcro escritorio de caoba. Afuera, la vista era un lienzo vivo: el azul profundo del Golfo de México, las modernas estructuras que se alzaban como monumentos a la prosperidad, y más allá, las palmeras que se mecían suavemente en Puerto Esmeralda, la colonia residencial de lujo que también llevaba su huella invisible. La ironía era palpable, un nudo en su garganta. Él había concebido, diseñado y ejecutado la visión detrás de esta expansión, la que había atraído a los inversores y catapultado a CIRSA a un nuevo nivel de prestigio en el sureste mexicano. Pero el mérito, como la mayor parte del dinero, había sido engullido por la sombra de su padre.

Sobre su escritorio, una pila creciente de planos de nuevos proyectos languidecía sin la firma de aprobación de Ludwig, y a su lado, una montaña de facturas de proveedores clamaba por ser saldada. La mirada de Yago, de un frío acerado y casi gélido, se clavaba en el horizonte, no en el paisaje, sino en el vacío de sus propios pensamientos. No era tristeza. Tampoco era pura ira. Era esa amalgama de ambas, el punto exacto donde la frustración se convertía en una daga helada que le perforaba el estómago, recordándole una y otra vez la injusticia.

La gente a menudo decía que Yago, un hombre joven con el cabello oscuro y liso peinado hacia un lado, enmarcando un rostro alargado y unas gafas de montura metálica, siempre parecía enojado, o que tramaba algo. Rara vez se equivocaban del todo. Su TDAH, ese motor incesante que habitaba su mente, lo mantenía en un flujo constante de ideas, cálculos, problemas y soluciones. Su cerebro, un torbellino de actividad, nunca se apagaba. Su mirada gélida, esa expresión casi permanente de ceño fruncido, era solo la superficie de una mente que siempre estaba analizando la siguiente jugada, el próximo movimiento en el tablero de ajedrez de su vida y de la empresa. Una mirada intensa, "como si siempre estuviera enojado o pensando en un proyecto para llevar a cabo", era su sello personal, un reflejo de su mente hiperactiva.

—Papá no va a pagar —murmuró Yago, su voz áspera, un rasposo sonido en la quietud de su oficina. Dio voz a la verdad, esperando que al hacerlo, la hiciera menos punzante, menos real. Pero no lo era. Solo amplificaba la resonancia del vacío en su cuenta y la holladura en su espíritu.

Estaba hasta la coronilla. Harto de que el sueldo que merecía, que se había ganado con creces por transformar la operación de CIRSA en toda la zona conurbada Veracruz-Boca del Río, nunca llegara a tiempo, o peor, no llegara en absoluto. Harto de las excusas de Ludwig, quien se creía el experto en todo aunque sus conocimientos fueran limitados, y que siempre encontraba un "recorte inesperado", una "emergencia fiscal" o el infame "ya veré la otra semana", que invariablemente significaba "nunca". Yago sabía que ese dinero se volatiliza, a menudo desviado para mantener la vida de su padre con Diana y Heinz en el Club Residencial El Refugio en Puebla.

Harto también de que Diana, con su sonrisa calculada y sus labios rojos, se inmiscuyera en cada decisión como si fuera la dueña de la empresa. Ella, con su astucia, tejía intrigas invisibles, susurrando malos consejos a Ludwig cuando este estaba vulnerable por el alcohol, para que Yago quedara mal. Siempre lograba que el protagonista actuara de una manera que beneficiaba a su propio hijo, Joren, o, más importante, a Heinz.

El brillo de la pantalla de su laptop se encendió, reflejándose en sus gafas. Abrió el grupo de W******p de “Administración Ejecutiva”, un nido digital de serpientes y aspirantes al trono, un ecosistema que le resultaba familiar y aborrecible. Ahí estaban todos: los ingenieros leales a Ludwig, los contadores cautelosos, los jefes de obra que le debían el puesto a Yago, y por supuesto, Heinz. Heinz, el niño mimado, un niño de cabello oscuro y sonrisa amable que en la foto de perfil del grupo aparecía orgulloso frente a un cartel escolar. El "niño emperador", como Yago lo había escuchado a sus espaldas, que vivía en Puebla con su madre, Diana. Un niño con autismo leve que, a ojos de Diana, era el futuro líder de CIRSA, a pesar de sus berrinches caprichosos y su evidente falta de interés en cualquier cosa que no fueran sus videojuegos o sus caprichos, un rasgo del "niño emperador" que se manifestaba en su absoluta falta de empatía o cooperación. Diana lo preparaba para heredar el imperio, mientras Joren, su hijo mayor (un hombre joven de complexión robusta y rostro redondo), que trabajaba en el Poder Judicial, era visto por ella como un "inútil", una pieza desechable en su ajedrez familiar.

Una risa amarga y despectiva escapó de los labios de Yago. —Jamás será líder —susurró, el sonido rasposo en la quietud de su oficina. Dio un golpe suave al teclado, como sellando una sentencia—. No mientras yo siga respirando y siga aquí.

Su pulgar se deslizó por la pantalla del celular, casi por inercia, buscando una distracción. Una notificación de Messenger. Un recuerdo. Irónico, ¿no? Un recordatorio de un pasado que había transformado, de manera innegable y radical, su presente.

"Conferencia de Jóvenes Adultos Solteros – Abril 2020."

Ahí había empezado todo. En medio de la incertidumbre global que había traído la pandemia de SARS-CoV-2, los encierros, las videollamadas que se habían convertido en el único puente con el exterior y el miedo a un virus desconocido, había encontrado algo, o mejor dicho, a alguien, completamente inesperado. Ahí la había visto por primera vez, una imagen pixelada en su pantalla, pero cuya esencia brillaba con una claridad asombrosa, como un faro en la oscuridad.

Nant.

Una mujer de rostro cálido y redondeado, con el cabello castaño oscuro recogido en una cola, de mirada vivaz y una sonrisa amable que iluminaba sus ojos grandes. Brillante, sí. Diferente, sin duda. Pero inalcanzable, eso pensó Yago al principio, un hombre acostumbrado a medirlo todo en términos de control y beneficio. Una joven que hablaba de Dios y ciencia —desde la Microbiología y Biología Molecular estudiada en BYU hasta la Biotecnología de la UVM— con la misma pasión desbordante, con la ternura de una niña buena pero la inteligencia incuestionable de una mujer imparable. Su voz, incluso a través de los altavoces de su laptop, era dulce, pero poseía una firmeza y una convicción que Yago no había encontrado en nadie más. Sus ojos, grandes y cálidos, parecían ver más allá de su fachada de frialdad, más allá de la máscara de cinismo que él había perfeccionado durante años. Su primer mensaje privado, enviado por F******k tras verla en el grupo de la conferencia, fue simple, casi inocente, pero un dardo directo al corazón de su escepticismo y su ética cuestionable:

"¿También estás en el grupo de las 7 p.m.?"

Yago respondió sin pensarlo, impulsivamente, algo raro en él que solía calcular cada interacción. De eso habían pasado tres años. Tres años desde que esa simple pregunta marcó el punto de inflexión. Desde entonces, su vida, y lo que era más sorprendente, su ética, había comenzado a cambiar de forma gradual, casi imperceptible al principio, pero ahora innegable. La amnesia selectiva, esa capacidad suya para borrar convenientemente los episodios de su pasado turbio o sus decisiones moralmente grises, empezó a desvanecerse ante la claridad y la integridad inquebrantable de Nant.

Ella no solo creía en él, el Yago ambicioso y, a veces, despiadado. No solo veía el potencial que Yago a veces luchaba por reconocer en sí mismo, oscurecido por la sombra de su padre. Ella creía en lo que podían construir juntos. Un imperio propio, despojado de las sombras de Ludwig y Diana. Un lugar donde la visión de Yago se materializaría sin que nadie le arrebatara el crédito, donde el dinero generado serviría para sus propios propósitos, para el sueño compartido de Nant de un hospital de alta tecnología para los más desfavorecidos. La idea de comprar y absorber la empresa de su padre, o de convertirse en su competencia directa y aplastante, se había convertido en su mayor motivación, el motor que lo impulsaba a pesar de los obstáculos.

Pero a veces, en noches como esta, cuando el saldo de la cuenta seguía en cero, cuando Ludwig se esfumaba en sus propios vicios y Diana sembraba su veneno con una sonrisa complaciente, Yago dudaba. Dudaba de todo. De su capacidad para superar a su padre, de su habilidad para construir algo desde cero sin caer en las mismas trampas de codicia y control.

Hasta dudaba de sí mismo.

En el fondo, más allá de la ambición de ser millonario, su mayor miedo no era quebrar la empresa de su padre. No era fracasar profesionalmente en la constructora que, irónicamente, él había modernizado y expandido. Era mucho más personal, más íntimo.

Era no poder darle a Nant la vida que ella merecía. La estabilidad. La seguridad. El futuro que él le había prometido en sus sueños más ambiciosos. Era el temor de que, a pesar de todo su ingenio y su arduo trabajo, la sombra de "Saldo Pendiente" lo persiguiera por siempre, no solo en su cuenta bancaria, sino en el corazón de su propia familia, carcomiendo su futuro con la mujer que lo había transformado.

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