Me casé con un hombre que escondía una vida, un imperio… y un hijo. Eirin Brooke creía tenerlo todo: juventud, inteligencia, y un matrimonio con Orestes Manchester, uno de los hombres más poderosos del país. Pero todo cambia cuando entra a trabajar con Ethan Rusbel, un abogado brillante, peligroso… y devastadoramente atractivo. Lo que Eirin no sabe es que Ethan es el hijo ilegítimo de su esposo. Un secreto enterrado durante 27 años. Un deseo que no debería existir. Una traición que está a punto de explotar. Mientras Orestes juega con su arrogancia y con una amante en las sombras, Eirin cae en la tentación más prohibida y en un círculo de secretos ocultos sobre la vida de su esposo. Y en ese triángulo de poder, lujuria y mentiras… alguien perderá el control.
Leer másLa cena estaba servida con una perfección casi ofensiva. Manteles blancos impolutos, porcelana francesa apilada con precisión, cubiertos de plata dispuestos según las reglas del protocolo. Todo era lujo frío, calculado. El candelabro de cristal proyectaba una luz tibia, indiferente, mientras el vino, un Burdeos más viejo que ella, reposaba en su decantador como si fuera sangre elegante. Todo era lujo. Y sin embargo, el aire estaba cargado de una tensión sorda, como si los objetos supieran que allí no había celebración, sino teatro.
Eirin caminó por el comedor con la cabeza en alto. El vestido rojo de seda que abrazaba su figura no era elección propia: Lo había encontrado esa mañana en su vestidor, aún con la etiqueta puesta. Sin nota. Sin intención. Por el lugar donde había sido dejado, de ése se desprendía solo una orden muda: "Póntelo".
Orestes Manchester ya estaba sentado al extremo de la larga mesa, con el móvil en la mano y el ceño fruncido. No levantó la vista cuando ella entró. Ni siquiera fingió cortesía.
—Feliz aniversario —dijo Eirin, rompiendo el silencio.
Él levantó la copa de vino sin emoción.
—Veinticinco años contigo. Un milagro, ¿no crees?
—Son dos años y medio —respondió ella, conteniendo una sonrisa amarga.
—¿Ah, sí? Se siente más largo —respondió, finalmente mirándola con una expresión neutra, casi burlona—. En fin.
Un cruce de copas. Un brindis sin alma.
—¿Sabes qué hice hoy? —preguntó ella, acariciando el borde de la copa con un dedo.
—No tengo idea, ni tiempo para imaginarlo —contestó él en un tono de voz que denotaba apatía pura—. Aunque tengo algo de curiosidad ¿Fuiste de compras?
—Conseguí empleo. Empiezo mañana en un bufete.
Orestes con evidente interés levantó la vista al fin. La sorpresa cruzó fugaz por su rostro. Levantó una ceja, al fin interesado.
—¿Empleo? ¿Tú?
—Sí.
Se hizo una pausa entre ellos. Un silencio afilado,
—¿Y para qué quieres trabajar? ¿Te falta algo?
—Me falta ser yo.
La carcajada de él fue breve, seca.
—Te falta ser tú —repitió en un tono de voz calculador—. Para llegar a ese punto debe ser porque estás perdida o inconforme con algo. No sabía que estabas perdida, menos que te faltara algo. Tienes de sobra. Yo te veo completa, incluso más de lo que eras antes de casarnos —recalcó.
—No lo entenderías.
—¿Quién eres tú sin mi apellido, Eirin? ¿Sin este techo, sin los vestidos y las joyas que te doy? No necesitas trabajar, necesitas es agradecer.
—Lo único que necesito es respirar —dijo ella con calma—. Quiero crecer. Salir de esta jaula de cristal que tú llamas hogar.
Él dejó la copa con un golpe seco.
—Allá afuera no es un juego. Allá afuera no hay jaulas… hay lobos. Y tú no eres una de ellos. Te romperían en una semana.
—¿Y aquí qué hay? ¿Un lobo disfrazado de esposo? ¿O solo un hombre asustado de perder el control
Los ojos de Orestes se oscurecieron.
—Yo te saqué de un barrio miserable. Te transformé. Eres mi obra.
—No soy tu obra. Soy tu esposa. Y me cansé de actuar.
El silencio que siguió fue tan cortante como el filo de un cuchillo. Eirin sintió la rabia de él brotar en oleadas contenidas, como si le costara no gritarle en pleno comedor.
—Ten cuidado con ese tono, Eirin. Las caídas duelen más cuando no sabes desde dónde estás cayendo.
Ella se levantó de la silla. El vestido ondeó con elegancia mientras su voz mantenía la compostura.
—Entonces preocúpate. Porque estoy a punto de saltar.
Giró con intención de salir del comedor.
—¿Cómo se llama el bufete?
—Mc Graw —decidió mentirle.
—¿Sabes quién fundó el bufete? —preguntó él, bajando el tono de su voz.
—Un abogado reputado. Lo investigué.
—Tú investigas lo superficial.
—¿Y tú qué sabes? ¿Tienes intereses ahí?
—Tengo intereses en todo, Eirin. Uno debe investigar bien los lugares adonde se mete, y más si hay intereses económicos por el medio.
Ella frunció el ceño.
—En eso tienes razón… y veo que ese es uno de mis males —hizo una pausa y se giró a verlo—. De investigar donde me iba a meter no estaría resintiendo mi vida hoy en día —volvió a darle la espalda y avanzó dos pasos, y se giró a verlo—. Gracias por el vestido. Lástima que no viniera con un alma.
Salió del comedor sin mirar atrás. El eco de sus tacones sobre el mármol fue su única despedida.
Mientras abandonaba el comedor, Eirin recordaba perfectamente la noche en que Orestes le propuso matrimonio.
«No soy un hombre bueno, Eirin —le había dicho, con esa frialdad que usaba para ser sincero—. Pero puedo darte el mundo si no te metes en el mío», rememoró.
Ella, joven e ilusionada, había respondido con firmeza:
«No necesito cuentos. Necesito paz».
Se sintió tonta con ese recuerdo. Al principio, creyó que podía lograrlo. Que su presencia, su cariño, incluso su juventud, podían ablandar el carácter del magnate. No se casó por amor, pero sí con esperanza. Con deseo de construir algo real. Había intentado llenar de vida esa casa silenciosa. Había buscado ternura en un hombre que solo sabía dominar. Había intentado ser suficiente.
Pero no lo era. Nunca lo fue. No hasta ese día que tomó la decisión de cambiar su destino, no ser dependiente de nadie más que de ella misma.
Orestes no era cruel con gritos. Su poder residía en el control silencioso: en decidir qué ropa debía usar, qué amistades debía conservar, qué palabras eran aceptables en público. Incluso su sonrisa parecía monitoreada.
Había noches en que él ni siquiera regresaba a casa. Otras, lo hacía oliendo a un perfume que no era el suyo. Ella lo sabía. Y él también. Pero jamás se hablaba. al respecto, porque en esa relación no existían los diálogos, solo los pactos rotos y las verdades silenciadas.
La gota final no fue su frialdad, ni sus infidelidades disfrazadas. Fue la certeza de que si no hacía algo por sí misma, terminaría olvidando quién era. Por eso aceptó la oferta del bufete. No por necesidad económica, sino por dignidad.
Se sentó frente al espejo de su habitación y se desmaquilló lentamente. Miró su reflejo. La mujer en el espejo lucía perfecta: piel impecable, cabello brillante, labios delineados. Pero sus ojos… sus ojos gritaban.
Eirin Brooke de Manchester. Veinticinco años. Abogada. Esposa de un millonario. Rehén de un castillo dorado.
Mirándose sin ver, se propuso que al día siguiente, cuando cruzara la puerta del bufete Rusbel & Asociados, no sería la esposa de nadie. Sería ella. Eirin. Con sus heridas, su rabia y su fuego.
No sabía que ese primer paso la llevaría directo a un secreto bien oscuro de su esposo.
La luz que entraba por los ventanales parecía distinta esa mañana. Eirin se sentía como si caminara sobre una cuerda floja invisible, cada paso era más tenso que el anterior. Desde que comenzó a revisar los archivos que Ethan había recuperado de uno de los servidores ocultos de Eliseo, algo había cambiado en su interior. Una carpeta titulada simplemente “Sesiones” la había perseguido por días. El contenido parecía anodino al principio: registros de audio, algunos transcritos, todos etiquetados con fechas, códigos… y su nombre.La primera grabación la escuchó sin querer, casi por error, mientras buscaba una pista para rastrear a uno de los jueces implicados con Eliseo. Pero en cuanto oyó su voz —la voz de Eirin— hablar con un tono más joven, más ingenuo, y la voz de otra mujer guiándola con preguntas suaves y envolventes, algo en su estómago se contrajo. No era cualquier terapeuta. Era ella. Nora Vélez.Mientras escuchaba, Eirin tragó saliva, su reflejo en el cristal parecía más pálido
La lluvia no cesaba. Como si el cielo supiera que la ciudad necesitaba limpiar su piel de secretos, pecados y silencios guardados durante demasiado tiempo. Desde el ventanal de un apartamento temporal, Eirin observaba las gotas deslizarse por el vidrio. No podía dormir. No desde que había descubierto el nombre que sellaba el sobre que le fue dejado en el casillero y cuya notificación le llegó al móvil el día anterior."Dra. Nora Vélez".Su antigua psicóloga. La mujer que durante años escuchó sus quejas, sus miedos, sus dudas sobre Orestes. Esa mujer había formado parte del círculo médico privado de Manchester Corp. Y ahora aparecía en documentos confidenciales ligados a Eliseo Blackmoor. Había estado al tanto de todo. Tal vez incluso manipulando sus sesiones.Eirin cerró los ojos. El veneno de la traición era distinto cuando venía de alguien en quien habías confiado tu mente. Su reflejo en el cristal no era el de la compañera de vida rota ni la fugitiva. Era otro. Uno más frío. Más de
La noche caía sobre el callejón como una cortina espesa. Silenciosa. Falsa. Ethan estaba ahí, apoyado contra una pared de concreto, cubierto por una sombra que lo hacía invisible al ojo inexperto. Llevaba ropa oscura, un gorro bajo hasta las cejas, y un pequeño auricular insertado en la oreja izquierda. Parecía solo. Pero no lo estaba.En su bolsillo, el celular vibró una vez. Luego dos. La confirmación había llegado.—Están en movimiento —dijo una voz femenina en su oído. Era Lara, su aliada desde la clandestinidad, experta en vigilancia digital—. Seis hombres. Todos armados. Van directo a la dirección que filtraste.Ethan no respondió. Solo giró el rostro levemente, observando desde la penumbra el edificio frente a él: un almacén abandonado que, hasta hace poco, servía como uno de los tantos refugios temporales que usaba para despistar. Esta vez, no era una salida. Era una trampa.Eliseo había cometido un error. Había subestimado su paciencia. Su conocimiento de todo el entorno. De
La luz de los focos televisivos cortaba la penumbra del estudio como cuchillas de acero. Desde el atril central, Orestes Manchester se sentía imbatible, invencible, como si hubiera vuelto del abismo sólo para reclamar lo que por derecho era suyo. Vestía un traje ceniza de corte italiano, una corbata de seda perfectamente anudada y su cabello, peinado hacia atrás, parecía tan esculpido como su máscara de falsa dignidad. Su voz, grave y pausada, rompía el aire como una plegaria siniestra.—He sido sometido a un linchamiento mediático —proclamó, y el murmullo entre los presentes se disipó al instante—. Me acusan de delitos que jamás cometería. Me han difamado, condenado sin juicio. Pero yo… soy la verdadera víctima.Las cámaras se desplazaban sobre rieles, captando su perfil. Cada pausa, cada inclinación de cabeza, era un acto meticulosamente ensayado. El público no lo veía como un criminal, sino como un hombre injustamente derribado. El telón de fondo mostraba los logotipos de la Fundac
La luz de los focos televisivos cortaba la penumbra del estudio como cuchillas de acero. Desde el atril central, Orestes Manchester se sentía imbatible, invencible, como si hubiera vuelto del abismo sólo para reclamar lo que por derecho era suyo. Vestía un traje ceniza de corte italiano, una corbata de seda perfectamente anudada y su cabello, peinado hacia atrás, parecía tan esculpido como su máscara de falsa dignidad. Su voz, grave y pausada, rompía el aire como una plegaria siniestra.—He sido sometido a un linchamiento mediático —proclamó, y el murmullo entre los presentes se disipó al instante—. Me acusan de delitos que jamás cometería. Me han difamado, condenado sin juicio. Pero yo… soy la verdadera víctima.Las cámaras se desplazaban sobre rieles, captando su perfil. Cada pausa, cada inclinación de cabeza, era un acto meticulosamente ensayado. El público no lo veía como un criminal, sino como un hombre injustamente derribado. El telón de fondo mostraba los logotipos de la Fundac
El escaparate del metro abandonado era un laberinto de sombras y tuberías oxidadas. Allí, entre graffitis y cristales rotos, Ethan, bajo su identidad de Adriano Moretti, tejía su refugio temporal. Llevaba una mochila contra el pecho y la capucha baja, sus ojos escudriñaban cada rincón. Había abandonado su vida de abogado en las plazas más exclusivas de Europa para esconderse en los rincones donde la ley no llegaba y los vencedores no preguntaban nombres. Pero el pasado, lo hallara donde lo hallara, siempre terminaba por alcanzarle.En su bolsillo vibró su móvil. Con cuidado, lo sacó y pudo ver que un titular ardía en la pantalla: “Ethan Rusbel, hijo ilegítimo de Orestes Manchester, vinculado a red de corrupción”. Su verdadero nombre emergía como un espectro en la penumbra: Rusbel, el apellido que creyó enterrado. Ahora, era noticia de primera plana en medios que Eliseo Blackmoor controlaba… o al menos había intentado controlar.Un golpe metálico retumbó a unos metros: un vagón oxidado
Último capítulo