La cena estaba servida con una perfección casi ofensiva. Manteles blancos impolutos, porcelana francesa apilada con precisión, cubiertos de plata dispuestos según las reglas del protocolo. Todo era lujo frío, calculado. El candelabro de cristal proyectaba una luz tibia, indiferente, mientras el vino, un Burdeos más viejo que ella, reposaba en su decantador como si fuera sangre elegante. Todo era lujo. Y sin embargo, el aire estaba cargado de una tensión sorda, como si los objetos supieran que allí no había celebración, sino teatro.
Eirin caminó por el comedor con la cabeza en alto. El vestido rojo de seda que abrazaba su figura no era elección propia: Lo había encontrado esa mañana en su vestidor, aún con la etiqueta puesta. Sin nota. Sin intención. Por el lugar donde había sido dejado, de ése se desprendía solo una orden muda: "Póntelo".
Orestes Manchester ya estaba sentado al extremo de la larga mesa, con el móvil en la mano y el ceño fruncido. No levantó la vista cuando ella entró. Ni siquiera fingió cortesía.
—Feliz aniversario —dijo Eirin, rompiendo el silencio.
Él levantó la copa de vino sin emoción.
—Veinticinco años contigo. Un milagro, ¿no crees?
—Son dos años y medio —respondió ella, conteniendo una sonrisa amarga.
—¿Ah, sí? Se siente más largo —respondió, finalmente mirándola con una expresión neutra, casi burlona—. En fin.
Un cruce de copas. Un brindis sin alma.
—¿Sabes qué hice hoy? —preguntó ella, acariciando el borde de la copa con un dedo.
—No tengo idea, ni tiempo para imaginarlo —contestó él en un tono de voz que denotaba apatía pura—. Aunque tengo algo de curiosidad ¿Fuiste de compras?
—Conseguí empleo. Empiezo mañana en un bufete.
Orestes con evidente interés levantó la vista al fin. La sorpresa cruzó fugaz por su rostro. Levantó una ceja, al fin interesado.
—¿Empleo? ¿Tú?
—Sí.
Se hizo una pausa entre ellos. Un silencio afilado,
—¿Y para qué quieres trabajar? ¿Te falta algo?
—Me falta ser yo.
La carcajada de él fue breve, seca.
—Te falta ser tú —repitió en un tono de voz calculador—. Para llegar a ese punto debe ser porque estás perdida o inconforme con algo. No sabía que estabas perdida, menos que te faltara algo. Tienes de sobra. Yo te veo completa, incluso más de lo que eras antes de casarnos —recalcó.
—No lo entenderías.
—¿Quién eres tú sin mi apellido, Eirin? ¿Sin este techo, sin los vestidos y las joyas que te doy? No necesitas trabajar, necesitas es agradecer.
—Lo único que necesito es respirar —dijo ella con calma—. Quiero crecer. Salir de esta jaula de cristal que tú llamas hogar.
Él dejó la copa con un golpe seco.
—Allá afuera no es un juego. Allá afuera no hay jaulas… hay lobos. Y tú no eres una de ellos. Te romperían en una semana.
—¿Y aquí qué hay? ¿Un lobo disfrazado de esposo? ¿O solo un hombre asustado de perder el control
Los ojos de Orestes se oscurecieron.
—Yo te saqué de un barrio miserable. Te transformé. Eres mi obra.
—No soy tu obra. Soy tu esposa. Y me cansé de actuar.
El silencio que siguió fue tan cortante como el filo de un cuchillo. Eirin sintió la rabia de él brotar en oleadas contenidas, como si le costara no gritarle en pleno comedor.
—Ten cuidado con ese tono, Eirin. Las caídas duelen más cuando no sabes desde dónde estás cayendo.
Ella se levantó de la silla. El vestido ondeó con elegancia mientras su voz mantenía la compostura.
—Entonces preocúpate. Porque estoy a punto de saltar.
Giró con intención de salir del comedor.
—¿Cómo se llama el bufete?
—Mc Graw —decidió mentirle.
—¿Sabes quién fundó el bufete? —preguntó él, bajando el tono de su voz.
—Un abogado reputado. Lo investigué.
—Tú investigas lo superficial.
—¿Y tú qué sabes? ¿Tienes intereses ahí?
—Tengo intereses en todo, Eirin. Uno debe investigar bien los lugares adonde se mete, y más si hay intereses económicos por el medio.
Ella frunció el ceño.
—En eso tienes razón… y veo que ese es uno de mis males —hizo una pausa y se giró a verlo—. De investigar donde me iba a meter no estaría resintiendo mi vida hoy en día —volvió a darle la espalda y avanzó dos pasos, y se giró a verlo—. Gracias por el vestido. Lástima que no viniera con un alma.
Salió del comedor sin mirar atrás. El eco de sus tacones sobre el mármol fue su única despedida.
Mientras abandonaba el comedor, Eirin recordaba perfectamente la noche en que Orestes le propuso matrimonio.
«No soy un hombre bueno, Eirin —le había dicho, con esa frialdad que usaba para ser sincero—. Pero puedo darte el mundo si no te metes en el mío», rememoró.
Ella, joven e ilusionada, había respondido con firmeza:
«No necesito cuentos. Necesito paz».
Se sintió tonta con ese recuerdo. Al principio, creyó que podía lograrlo. Que su presencia, su cariño, incluso su juventud, podían ablandar el carácter del magnate. No se casó por amor, pero sí con esperanza. Con deseo de construir algo real. Había intentado llenar de vida esa casa silenciosa. Había buscado ternura en un hombre que solo sabía dominar. Había intentado ser suficiente.
Pero no lo era. Nunca lo fue. No hasta ese día que tomó la decisión de cambiar su destino, no ser dependiente de nadie más que de ella misma.
Orestes no era cruel con gritos. Su poder residía en el control silencioso: en decidir qué ropa debía usar, qué amistades debía conservar, qué palabras eran aceptables en público. Incluso su sonrisa parecía monitoreada.
Había noches en que él ni siquiera regresaba a casa. Otras, lo hacía oliendo a un perfume que no era el suyo. Ella lo sabía. Y él también. Pero jamás se hablaba. al respecto, porque en esa relación no existían los diálogos, solo los pactos rotos y las verdades silenciadas.
La gota final no fue su frialdad, ni sus infidelidades disfrazadas. Fue la certeza de que si no hacía algo por sí misma, terminaría olvidando quién era. Por eso aceptó la oferta del bufete. No por necesidad económica, sino por dignidad.
Se sentó frente al espejo de su habitación y se desmaquilló lentamente. Miró su reflejo. La mujer en el espejo lucía perfecta: piel impecable, cabello brillante, labios delineados. Pero sus ojos… sus ojos gritaban.
Eirin Brooke de Manchester. Veinticinco años. Abogada. Esposa de un millonario. Rehén de un castillo dorado.
Mirándose sin ver, se propuso que al día siguiente, cuando cruzara la puerta del bufete Rusbel & Asociados, no sería la esposa de nadie. Sería ella. Eirin. Con sus heridas, su rabia y su fuego.
No sabía que ese primer paso la llevaría directo a un secreto bien oscuro de su esposo.