Esa misma noche, en la tranquilidad que necesitaba, mientras repasaba en su mente las escenas de lo vivido ese día, Eirin vio su mayor perturbación cuando Orestes apareció.
—Confío en que ya se te haya pasado el capricho de niña chiquita —soltó Orestes al entrar en la habitación, sin mirarla, sin detenerse, como quien lanza una sentencia al aire—. Supongo que este día de silencio fue suficiente para que comprendas lo patético de este espectáculo.
Después que soltó su veneno, una pausa breve se hizo presente, un silencio tanto o más venenoso que la intención de sus palabras.
—Si tu plan es provocarme o llamar mi atención… es una lástima, Eirin. Estás perdiendo el tiempo. Y de paso, haces que pierda el mío.
Ella ya estaba en la cama, bajo las sábanas, con la espalda tensa y los ojos abiertos como puertas en guerra. Dormir era imposible. No después de lo que había descubierto esa mañana. El nombre de la empresa en el encabezado del expediente no dejaba de martillarle la cabeza: Star Clinic Industry, N.C.
Releyó el documento más de una vez, como si sus ojos pudieran haberla engañado. Pero no. Lo decía con claridad: esa era una de las empresas de Orestes Manchester. Su esposo. Su sombra. Su proveedor de desilusiones más que sueños.
—Esa ridícula obsesión por “trabajar” ya me tiene harto —continuó él, ahora acercándose con pasos medidos, cargados de desprecio—. ¿Quién te metió en la cabeza que estás hecha para eso?
Se detuvo al borde de la cama al tiempo que aflojaba su corbata en un gesto que demostraba ansiedad. Cada palabra que salía de su boca parecía afilada con intención. Ella no le respondió, y eso le exasperaba.
—Por Dios, Eirin… ¡mírate! No tienes ni el control de tu vida, y aun así pretendes representar a otros. ¿No te das cuenta de lo absurdo que suena?
Una vez más, ella no respondió. Solo lo miró. Como quien observa a una víbora deslizarse por el suelo, sabiendo que atacará si se mueve.
—Eres mi esposa —remató con tono firme, cruel—. No una cualquiera con necesidad de ganarse la vida. Tu lugar está donde yo diga. Y créeme, ese lugar no es detrás de un escritorio jugando a la abogada de causas perdidas.
Le lanzó una última daga.
—¿De verdad crees que puedes moverte con soltura en un mundo hecho por y para hombres? En el mundo de las leyes no gana quien tiene razón, sino quien tiene poder. Y tú, Eirin... no lo tienes.
Cada palabra era gasolina. Y en su interior, Eirin ya ardía.
Pero no estalló.
Porque esa rabia no era nueva. Solo más nítida.
Había pasado el día leyendo los testimonios de treinta víctimas: niños, ancianos, pacientes crónicos. Todos afectados por productos defectuosos vendidos por Star Clinic Industry, N.C. Cada línea era un golpe. Cada historia, una herida abierta. Y todas parecían conducir a él. A Orestes.
Su furia no venía solo del desprecio, sino de la hipocresía. De esa falsa preocupación que usaba como disfraz del control. De ese “amor” que solo se ejercía si ella obedecía sin cuestionar.
Afuera, el mundo se movía. Dentro de ella, también.
Y esa noche, su cuerpo temblaba. No de miedo, de furia. Estaba en el centro de una tormenta que aún no entendía del todo.
Eirin sabía que Orestes, con su habitual tono helado, buscaba desdeñar su esfuerzo, su avance, su dignidad…
«No te permitas derrumbarte. Aún no tienes pruebas, pensando en el caso que tiene asignado. Mantén la calma», se dijo mientras cerraba los ojos con fuerza, como si eso pudiera detener el torbellino interno. Orestes no solo se negaba a apoyarla, sino que buscaba sabotearla. Lo suyo no era protección, sino poder mal disfrazado de preocupación. Su amor, si alguna vez existió, se había diluido en la necesidad de tenerla sometida, muda, agradecida.
Y esa noche, su indiferencia ante lo que ella pudiera querer, no hizo más que confirmarlo.
Al final de esa semana, en su intención por demostrar control, por manipularla y persuadirla a sopesar y decidirse por seguir sus órdenes, Orestes la llamó cerca del mediodía cuando estaba revisando otro caso.
—Tenemos una cena en Munich mañana en la noche, debemos salir esta noche —escuchó que le dijo apenas ella se puso en la línea. No hubo saludos, ni palabras sutiles—. Espero dispongas todo para el viaje y que estés lista a las siete de la noche cuando llegue a casa por ti.
No le dio tiempo a responder, colgó de inmediato. No era necesaria una respuesta. Con él solo eran órdenes y obediencia, y ella, estaba en un punto donde su disposición a ceder se resquebrajó por completo. Apagó el móvil y se dedicó a trabajar.
Ese día, decidió que no iba a correr. No por él. Llegó a casa una hora tarde. Orestes la esperó con gritos, reproches y amenazas envueltas en seda. Pero al final, se fue solo.
Ella se quedó. Creyó estar ganando cierto margen de esa libertad que tanto anhelaba.
Mientras tanto, en casa, Ethan sentía que algo se le estaba escapando de las manos. Caminaba por su departamento con el ceño fruncido, los puños cerrados y la mandíbula tensa. El silencio de Eirin le resultaba insoportable. No era normal. No después de lo que él había hecho.
Le asignó el caso de Star Clinic Industry, N.C. con toda la intención de desestabilizarla. No fue una decisión al azar ni profesional. No. Fue una jugada estratégica, precisa,bien definida. Sabía que ese caso estaba estrechamente vinculado con los negocios turbios que, en algún punto, rozaban la órbita de Orestes Manchester. Esperaba que ella reaccionara al verse expuesta, al sentir el riesgo de que su esposo, el vínculo con Orestes quedara al descubierto, o peor aún, que la seguridad que él le daba con los lujos de los que ha gozado se vean en riesgo. Esperaba temblores, evasivas, una renuncia repentina, una mirada nerviosa. Algo. Cualquier cosa que confirmara lo que él ya sospechaba: que ella estaba ahí impuesta por su peor enemigo, como parte de un plan calculado para destruirlo desde adentro.
Pero no. Nada de eso sucedió. Eirin aceptó el caso con una calma que a Ethan le supo a veneno. Su tranquilidad ha sido sorprendente, se ha mantenido estable, su mirada ha sido limpia. Una actuación perfecta. Y eso lo enfurecía más. Porque si realmente no tenía nada que ocultar, si no era una pieza en el juego de Orestes, ¿por qué no mostraba ni una grieta? ¿Por qué no reaccionaba con incomodidad al tener en sus manos una bomba legal que podría explotar justo en los cimientos de su marido?
Y lo más inquietante: Orestes tampoco se había pronunciado. Ningún reclamo, ningún correo, ninguna amenaza velada a través de terceros. Ni una sola señal de estar al tanto… o de querer detener lo que estaba ocurriendo.
Ese silencio no era inocente. Era estratégico. El tipo de estrategia que él conocía que Orestes sabía dominar con maestría.
Por eso Ethan decidió cambiar los términos de la reunión que había agendado para discutir los casos pendientes. No bastaba con ver cómo Eirin manejaba el expediente. Necesitaba verla bajo presión, hacerla hablar, forzar una grieta. Si estaba ahí como una espía, como el caballo de Troya de Orestes, lo descubriría. Iba a sacarla de esa máscara impecable y mostrar al mundo su verdadero rostro.
Porque si ese maldito hombre había tenido la osadía de infiltrarse en su bufete usando a su esposa como instrumento, Ethan no iba a esperar a que el daño estuviera hecho. Lo exterminaría antes. Con la precisión que se atrevió a meterla en su bufete y sin piedad.