El ascensor se detuvo con un leve susurro en el piso treinta y dos. Eirin Brooke respiró hondo, ajustó la correa de su bolso y alisó con la palma de su mano la falda lápiz azul medianoche que marcaba su cintura. Llevaba una blusa blanca abotonada hasta el cuello, y su cabello liso caía sobre su espalda con una pulcritud que parecía ensayada. El maquillaje era el justo: labios definidos, lo suficiente para parecer formal… y peligrosa.
Su teléfono vibró dentro del bolso. Al sacarlo, no necesitó abrir la aplicación de mensajería para leer en la pantalla:
“Recuerda: tu lugar está aquí, no en un bufete de segunda”.
Era Orestes.
La rabia le tensó la mandíbula. Apretó el móvil con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Lo guardó sin responder. No iba a permitir que él le arruinara ese día. No otra vez.
Salió del ascensor hacia un pasillo bañado por la luz grisácea de París. Las ventanas de piso a techo dejaban ver un cielo plomizo. El silencio del lugar, elegante y pulcro, la envolvió con una solemnidad casi ofensiva. Se repitió mentalmente:
«Hoy no, Orestes. Hoy no me vas a sabotear».
—Buenos días. ¿Eirin Brooke? —preguntó una joven tras el escritorio principal.
—Sí.
—El licenciado Rusbel la espera. Puede pasar. Es la puerta doble al fondo.
Eirin avanzó con paso firme hacia la oficina. El taconeo sobre el mármol pareció resonar más fuerte de lo normal. Respiró hondo. Al cruzar el umbral, lo vio.
Ethan Rusbel.
Estaba de perfil, de pie junto al ventanal, con una taza de café en la mano. La vista de la ciudad a sus espaldas le daba un aire de escultura viva. Traje negro, camisa blanca sin corbata, cabello peinado hacia atrás con un descuido meticuloso. Imponente. Irradiaba autoridad sin decir una palabra.
—Licenciado Rusbel —saludó ella, firme.
Ethan se giró lentamente. Sus ojos grises, metálicos, la escanearon de pies a cabeza. Sin cortesía. Sin sonrisa. Solo juicio.
—Señorita Brooke —dijo, con una voz baja, algo burlona—. Puntual.
Esa mañana él también había llegado antes de lo habitual. Lo había hecho adrede. Desde que vio el nombre “Eirin Brooke” en la carpeta entregada por su secretaria —sin el “Manchester” que le pertenecía— algo en él se desestabilizó. La calma de la que era receloso se había resquebrajado.
No necesitó confirmaciones. Supo que era ella. La esposa del hombre que lo había destruido.
Volvió a mirar su currículum. Notas impecables. Ensayo brillante. Oratoria contundente. Todo demasiado… perfecto.
«Demasiado Manchester», pensó con amargura.
Mientras Eirin se plantaba frente a él, Ethan no pudo evitar notarla más allá del resentimiento. Había una elegancia natural en su porte. Pero también, algo desconcertante en su mirada: determinación… y desafío. No bajó la vista. No titubeó. Para él era algo molesto, y, por algún motivo, fascinante.
—Considero que la puntualidad es una virtud —dijo ella.
—Yo, una obligación.
Eirin sonrió, apenas. Su atención se paralizó porque algo en el rostro de Ethan, en su gesto, la inquietó. Un gesto familiar… una arqueada de ceja, un ladeo del labio inferior. Algo que Orestes solía hacer cuando tramaba algo. Ethan frunció el ceño. Ella le pareció distraída un segundo, luego volvió en sí.
—Bienvenida a Rusbel & Asociados —dijo él, con frialdad medida—. El puesto es exigente. Supongo que está preparada.
—Sí. Lo suficiente como para haberlo conseguido sin apadrinamientos.
Ahora, el tic en la mandíbula de Ethan se activó. Un gesto que casi nadie detectaba. Ella sí.
—Leí su expediente. Se graduó con honores y sin conexiones.
La provocación estaba clara, pero Eirin no cayó.
—Las conexiones abren puertas. El talento impide que te las cierren en la cara.
Ethan inclinó apenas la cabeza. Reconocimiento velado. Su mente la evaluaba: «osada, directa, controlada».
Pero aún así... ¿qué hacía ella allí? ¿Había sido enviada por Orestes como un anzuelo, una espía? ¿Era una casualidad o una jugada fría y meticulosa del hombre que más odiaba en el mundo?
Eirin, por su parte, notó la tensión, pero no comprendía del todo su origen. Lo que sí sintió fue que ese hombre tenía una energía que cortaba el aire. Algo en él la desafiaba, la empujaba a mantenerse firme. No sabía por qué, pero estaba determinada a no retroceder.
—Tendrá una oficina frente a la sala de reuniones. Por ahora, trabajará directamente conmigo. Casos civiles de alta complejidad. No debe haber margen de error —indicó Ethan.
—Tampoco lo pretendo —respondió ella—. ¿Algo más que deba saber sobre su estilo de trabajo?
Él se levantó, imponente.
—Detesto la improvisación. No tolero la impuntualidad. Y prefiero resultados a discursos.
—Entonces nos llevaremos bien. Yo detesto perder el tiempo.
El intercambio de miradas fue cortante y medido. Ambos sabían que algo raro estaba ocurriendo ahí. Y ninguno retrocedía.
Ethan le entregó un dossier.
—Su primer caso. Una demanda por negligencia médica. Revíselo para la reuniónque tendremos a las tres.
Eirin lo tomó sin vacilar.
—¿Dónde está mi oficina?
—La acompañaré.
Salieron juntos al pasillo. El aire parecía más denso que antes. La tensión entre ellos se sentía como una corriente eléctrica invisible. Mientras caminaban, Eirin no pudo evitar observarlo de reojo. Algo en él le resultaba familiar. Y, al mismo tiempo, peligroso.
Ethan, por su parte, pensaba en todo lo que esa mujer representaba. El apellido que le robó la infancia. La sangre del hombre que despreciaba. Pero también… ese aire de mujer que no se dejaba intimidar. Que no bajaba la cabeza. Que lo enfrentaba como si no supiera el veneno que corría entre ellos.
No sabía si ella era una trampa… o un espejo.
Cuando Eirin entró en la oficina, se detuvo a observar. Era espaciosa, con ventanales altos, un escritorio de cristal con una laptop nueva, estantes empotrados y una enorme pantalla al fondo. Un sofá con dos poltronas y una mesa baja formaban un rincón acogedor. Todo tenía un aire de lujo minimalista.
—Impresionante —murmuró.
—No es para impresionarse. Es para rendir —respondió Ethan sin mirarla.
—¿Siempre habla así? Como si citara frases de motivación empresarial.
Él alzó una ceja, curioso.
—Solo cuando alguien las escucha.
Eirin sonrió con calma, aunque por dentro cada paso que daba era una afirmación de su carácter. Sus ojos se cruzaron con los de Ethan. No fue una simple mirada, fue un pulso silencioso. Algo se tensó en el aire.
—Bueno, licenciado Rusbel. Escucho bien, pero hablo mejor en juicio —dijo, queriendo sonar firme.
—Veremos si sus palabras valen lo que dice su currículum —replicó él antes de marcharse.
La puerta se cerró con suavidad. Eirin quedó sola, con el expediente en la mano y una mueca decidida en los labios.
Eirin no podía ignorar cómo se le tensaba el estómago cada vez que Ethan se acercaba. Había algo en su mirada, en la forma en que alzaba la ceja o callaba con autoridad, que le recordaba demasiado a Orestes.
«¿Puede alguien tener gestos tan parecidos sin ser familia?», pensó, apretando la carpeta contra su pecho.
Sacudió los hombros, intentando deshacerse de esa sensación incómoda.
«Contrólate. Es tu jefe, nada más», se repitió. Pero sabía que no era verdad. Ethan no solo le parecía atractivo, también le resultaba inquietantemente familiar. Aun así, no había espacio para distracciones. Ella estaba ahí para trabajar, para ganar su lugar por mérito propio, no por un apellido prestado.
Pocos minutos después, alguien tocó la puerta suavemente. Una joven morena, de mirada amable, entró con una sonrisa.
—Permiso, licenciada. Soy Arana, su secretaria. Bienvenida.
—Gracias, adelante —respondió Eirin.
Arana colocó dos carpetas y una tablet sobre el escritorio.
—El licenciado Rusbel pidió que le entregue estos dos casos pro bono. Debe darles prioridad, sin descuidar el primero que él le asignó. Firme aquí, por favor.
Eirin tomó la tablet, pero al ver el nombre en la pantalla, sintió un golpe en el pecho.
Star Clinic Industry, N.C.
Su pulso se aceleró.
«¿Será la empresa de Orestes?», pensó.
Dudó por un instante, mirando a Arana. Finalmente firmó. No podía cuestionar nada en su primer día. Y quizás solo era una coincidencia… ¿no?
Se recostó en la silla, mirando la carpeta sin abrirla aún. Algo le decía que ese caso no iba a ser tan sencillo, y que Ethan le exigiría más de lo que ella estaba preparada para ser su primer día.
Algo en su interior la estaba haciendo sentir incómoda. La carpeta frente a sus ojos le daba la sensación de estar adentrándose en un cuarto oscuro con riesgo de revivir fantasmas.
Sacudió la cabeza, era su trabajo. Eso es lo que hacen los abogados, develar misterios en cada investigación.
Solo que ella no sospechaba que ese caso pro bono, en especial develaría verdades insospechadas y enfrentaría dos mundos, siendo ella el epicentro del conflicto.