El amanecer no trajo alivio, ni luz verdadera. Solo una neblina espesa que se colaba por las cortinas de la habitación, tiñéndolo todo de un gris pálido. Eirin abrió los ojos lentamente, deseando que el sueño le hubiera mentido, que la noche anterior no hubiera sido otra repetición obligada del papel que no quería seguir interpretando.
Pero el peso sobre su cintura la trajo de vuelta. El brazo de Orestes la sujetaba con firmeza, posesivo. Su cuerpo la envolvía por detrás, el pecho contra su espalda, las piernas entrelazadas.
Intentó moverse, con sutileza. Solo un poco, para tomar aire, para no sentirlo tan cerca.
—No te vayas —murmuró él, aún con la voz adormilada, arrastrando las palabras con esa mezcla de cariño forzado y dominio encubierto que a veces usaba para atraparla sin levantar la voz—. Fue una noche estupenda, Eirin. Como antes. ¿Hermosa, no? Como cuando comenzamos, eres una diosa —agregó colocando sus labios en el lóbulo de su oreja—. Es divino despertar así, como si fuera