Eirin no había podido dormir. La imagen de Ethan inclinándose sobre ella en su despacho, rozó la piel de sus dedos, fue mínima pero el efecto voló los sentidos de lo racional por el efecto que jamás había experimentado con nadie. Esa sensación seguía adherida a sus pensamientos como una marca indeleble. Aquel leve roce accidental —o no tan accidental— de sus manos había encendido una chispa dentro de ella, una que no lograba apagar. Se había aferrado a la almohada durante horas, girando en la cama como si su cuerpo recordara mejor que su mente aquel instante de calor silente.
No era solo el contacto físico. Era la forma en que él la había mirado, con una mezcla de juicio y deseo contenido, como si viera algo que ella no sabía que existía en sí misma. Era perturbador, y al mismo tiempo embriagador. Nadie, ni siquiera en los años más dorados de su matrimonio con Orestes, la había mirado así.
Despertó con los primeros rayos del sol filtrándose entre las cortinas. La casa seguía en silenc