En su oficina, los rayos del sol comenzaban a ocultarse para dar paso a la noche, pero Eirin no se había molestado en ver hacia el ventanal. Se había refugiado allí desde que abandonó el despacho de Ethan. Volvió sintiéndose nerviosa, con necesidad de pensar, entender porqué su presencia comenzaba a afectarle.
Sobre el escritorio, la carpeta gris esperaba desde que había llegado del despacho de su jefe. Ethan se la había entregado, sin mayor ceremonía, la reunión que había fijado que tendrían terminó en una especie de careo donde ella era la interrogada, la que estaba siendo analizada y él con mirada intimidante, logró desestabilizar.
En la etiqueta tenía un nombre escrito: Star Clinic Industry, N.C.
Eirin se sentó, con una taza de café humeante entre las manos. Abrió la carpeta con lentitud. Las primeras hojas de ese nuevo documento dejaba ver pruebas de un proyecto fallido de infraestructura en África, financiado por una fundación “filantrópica”... que, al rastrear su origen, terminaba en una cuenta vinculada a Manchester Holdings, otra de las empresas de Orestes.
Más adelante, encontró documentos relacionados con la donación de insumos médicos para pacientes con enfermedades crónicas. Lo que pretendió dar la apariencia de una obra de labor social que realizaban de manera mensual, pero que tenían un fin lucrativo. Los pacientes no pagaban un solo céntimo, pero sí había organizaciones que les pagaban a las empresas Manchester. Algo sencillo que no debería tener sino resultados satisfactorios, de un momento a otro ocasionó estados críticos en su salud.
La primera hoja era una denuncia colectiva firmada por familiares de pacientes fallecidos. Al pie, decenas de firmas. Una de ellas, de una madre cuyo hijo había muerto tras una intervención quirúrgica rutinaria. Otra, de un enfermero arrepentido que decidía hablar tras años de silencio.
Eirin sintió un escalofrío recorrerle el centro de la espalda. Las acusaciones apuntaban a la distribución de insumos médicos defectuosos. Productos que no cumplían las normativas sanitarias y que, sin embargo, habían sido aprobados y distribuidos en hospitales públicos y privados de todo el país… gracias a una red de licitaciones manipuladas y sellos falsificados.
La marca repetida en los documentos era la misma: Star Clinic Industry, N.C., y una de sus filiales, camuflada bajo el brazo de distribución de Manchester Holdings.
La taza de café tembló en sus manos antes de que pudiera dejarla sobre el escritorio. Unas gotas salpicaron la carpeta, como una mancha irreparable.
—Dios mío…
Las hojas siguientes detallaban testimonios. Uno describía cómo un lote completo de insumos colapsaron a los seis meses, dejando a los pacientes con daños irreversibles. Otro hablaba de más insumos fabricados con materiales no esterilizados.
Pero lo más perturbador fue encontrar el informe de una auditoría interna que nunca había salido a la luz. Fechado tres años atrás. Con nombres de técnicos y laboratorios que dieron la voz de alerta... y fueron despedidos al poco tiempo.
El caso no era una simple demanda por negligencia.
Era una bomba de tiempo.
Una red de empresas pantalla, exportaciones trianguladas, contratos firmados en países sin regulación. Todo apuntaba a una estructura que había sido diseñada para ocultar el origen de los insumos, reducir costos y maximizar ganancias a costa de vidas humanas.
Eirin sintió que la sangre se le helaba.
Volvió a la portada del documento. El nombre de la empresa de su esposo brillaba con frialdad en tinta negra.
Star Clinic Industry, N.C.
No era una coincidencia. No podía serlo.
Se levantó, caminó hasta la ventana, pero no pudo ver nada. Solo su reflejo.
—¿Qué hiciste, Orestes…? —susurró.
Era como si toda la fachada del imperio perfecto que siempre había respetado, se desmoronara. El lujo, las cenas diplomáticas, las fundaciones benéficas, las promesas de ayudar. Todo, al parecer, estaba construido sobre muerte, silencio y complicidad.
Tragó saliva, con dificultad. Sentía el estómago revuelto. Quiso no creerlo, pero los documentos estaban ahí, crudos, documentados, reales.
«¿Sabe Oestes que este caso llegado a este bufete? ¿Sospecha algo?», se preguntó preocupada.
Recordó la forma en que Orestes había reaccionado la noche el aniverdario, apenas ella mencionó que iba a trabajar en un bufete, y más su curiosidad por conocer dónde sería. El brillo oscuro en su mirada. La necesidad velada de dejarle ver que no tenía necesidad de hacerlo, y más cuando le hizo la advertencia de que afuera había lobos.
«¿Se estaba refiriendo a él?», la duda se sembró en su cabeza.
Para Eirin fue más que evidente su desesperación por controlar. Segura estaba que no era por celos. Tal vez era miedo, aprensión a que ella llegara tan cerca.
Cerró la carpeta con firmeza. No podía huir. No podía fingir ignorancia. No ahora.
Sabía que lo que había encontrado era solo la punta de algo mucho más oscuro. Tenía algo que él no se imaginaba: información.
Y quizás, por primera vez, poder.
Una hora y media después de prepararse para mantenerse inmune a lo que sabía y poder actuar con frialdad, la puerta de la mansión Manchester se cerró tras Eirin con un golpe seco. La casa estaba apenas iluminada, como si el tiempo se hubiera detenido en el mismo instante en que ella se había marchado esa mañana. Su traje formal, discreto, elegante, contrastaba con la sensación de opresión que la envolvía. El tacón de sus zapatos resonaba como un eco de alerta en el mármol pulido del vestíbulo.
Soltó el aire por la nariz, dejando su bolso sobre la consola y quitándose lentamente el abrigo. Su pecho aún ardía con la tensión que le había dejado el encuentro con Ethan, pero no por lo que él había dicho exactamente, sino por lo que había provocado en ella: abrió una pequeña grieta en su lealtad, una especie de electricidad que no sabía si nacía de la atracción o del deseo de rebelión.
Apenas subió un par de escalones, la voz profunda de Orestes retumbó desde la biblioteca:
—Eirin. Entra. Ahora.
No era una petición. Nunca lo era.
Ella giró sobre sus talones, conteniendo la expresión. Su esposo la esperaba sentado en uno de los sillones, con un vaso de whisky en una mano y la tablet en la otra. Vestía aún su traje de oficina, perfectamente entallado, sin una sola arruga. Ni un solo hilo fuera de lugar. Como su control.
—¿Dónde estuviste hasta esta hora? —preguntó sin levantar la vista.
Luego hizo a un lado la tablet, se incorporó y caminó hacia ella, levantó el mentón de Eirin y la obligó a saludarlo con un beso en los labios. El sabor a licor y el aroma de su loción se mezcló con su aliento. No le desagradó pero en ese instante no quería nada de él. Estaba predispuesta por lo que encontró.
—En el trabajo. Donde te dije que estaría —respondió zafándose de su agarre y dio dos pasos hacia atrás.
—¿Y con quién trabajas?
Eirin frunció el ceño. Ya no era curiosidad. Era vigilancia. Torció los ojos.
—Con varios abogados. Es un bufete importante. Ya te lo había dicho, Oestes —respondió en voz baja con cansancio en el tono de su voz.
—No me tomes por idiota —dijo al fin alzando la mirada. Su tono de voz era una mezcla venenosa de sarcasmo y amenaza—. Quiero nombres.
Ella se quedó quieta. No lo confirmó ni lo negó. No se lo debía.
—¿Y? ¿Qué importancia tiene para quien trabaje? No entiendo por qué eso debería ser un problema.
—No entiendes muchas cosas —replicó con frialdad—. Puedes estar trabajando con personas peligrosas.
—¿Personas peligrosas? —guardó silencio esperando su respuesta.
El silencio fue inmediato, denso. Orestes apretó la mandíbula.
—Dejarás ese empleo. Mañana. No hay discusión.
—No lo haré —respondió ella con calma. Su voz apenas tembló, pero su mirada se mantuvo firme.
Él la miró con la misma intensidad con la que solía seducirla años atrás, como un depredador que calcula cada movimiento. Su poder aún le parecía fascinante.
—No sabes en qué te estás metiendo, Eirin.
—Tampoco tú sabías en qué te metías cuando me subestimaste.
Orestes se acercó despacio, deteniéndose a un palmo de su rostro.
—¿Estás insinuando algo? —preguntó con voz baja, peligrosa.
—Estoy diciendo que empiezo a ver que soy buena en mi trabajo—respondió sin apartar la vista, lo evadió—. Sirvo para dar conclusiones acertadas, sé como llegar a verdades ocultas.
Él soltó una carcajada seca.
—Si es asi te felicito, pero eso no te servirá más. Mañana deberás poner la renuncia.
—No haré tal cosa.
Él le dio la vuelta, colocándose detrás de ella, como solía hacerlo cuando quería manipularla. Puso sus manos en sus hombros, apretando con una suavidad agresiva. Luego la pegó a su cuerpo, dejándola hacerse consciente de su potente erección, al tiempo que sin parsimonia restregó su mano sobre uno de sus pechos, soltó los botones y metió la mano dentro del brasier, la acarició con brusquedad.
—Esto es lo que debes hacer, atender a tu esposo, hacerme feliz —dijo con voz cargada de deseo—. Tienes tiempo sin dedicarme siquiera los cinco minutos que dura el placer.
—Estoy agotada —le dijo Eirin buscando evadirlo.
—Te doy quince minutos para recuperar las fuerzas y dedicarme tiempo —dijo tajante soltandola, no sin antes picar su pezón y volver a restregarse en contra de ella—. Esta noche quiero a mi esposa.
—No es mi culpa que hayamos llegado al punto de no entendernos ni siquiera en la cama. No fui yo quien abandonó la intimidad.
—Deja los discursos estúpidos. Ahora depende de ti. Puedes seguir siendo mi esposa… o puedes convertirte en un problema —le dio una nalgada—. Anda, prepárate, ya subo..
Los ojos de Eirin ardieron, pero no con lágrimas. Con rabia.
—Ya no me asustan tus amenazas. No me voy a retirar del bufete. No voy a estar contigo solo cuando a ti te provoque.
Intentó ser tajante, Orestes parpadeó lento. Luego, se alejó.
—No lo pienso discutir, ya subo —dijo y le dio la espalda, dando por terminada la conversación.
Ella caminó hacia la puerta, sintiendo el corazón en la garganta.
—No más. No contigo.
—Esto termina cuando yo lo diga, y que yo sepa como dijo el sacerdote, nos casamos hasta que la muerte nos separe, amor mío —dijo melodioso—. Cumple con tu obligación. No me hagas enojar.
Cuando entró a la habitación, ésta estaba fría. Eirin encendió una lámpara junto al espejo, quitándose la blusa. Se miró en el reflejo. El rímel intacto. Los labios con el color corrido por el beso que le dio Orestes. Pero sus ojos… sus ojos ya no eran los de la joven que llegó a esa mansión soñando con amor. Eran los de una mujer que despertaba a su propia guerra.
Se sentó frente al tocador. La bata de seda que se puso parecía un disfraz, una máscara de lujo que ya no le pertenecía. Acarició con lentitud una de sus muñecas, allí donde alguna vez Orestes le sujetó con fuerza en una discusión que prometió no repetirse. Pero se repitió. Una, dos, tres veces más… hasta que dejó de contarlas.
Cerró los ojos. Recordó el primer beso, el anillo, la luna de miel en Grecia. Todo disfrazado de cuento. Todo, una estrategia.
«Te haré feliz, Eirin», recordó le había prometido. Pero la felicidad tenía horario, condiciones, silencios pactados.
¿En qué momento se convirtió en un error?
Y ahora, estaba atrapada en medio de un fuego cruzado. La verdad que tiene entre sus manos, el deber de seguir siendo su esposa, y al frente la oportunidad que le ofrecía Ethan, una oportunidad para crecer, para ver más allá. Y Orestes... era un muro que se cerraba sobre ella cada vez que intentaba respirar. Esta vez lo estaba intentando. De ella dependía no dejarse doblegar.
—Imaginaba que ya estarías lista —le escuchó cuando la puerta se cerró de golpe.
—De verdad estoy agotada, iré a ducharme —le dijo buscando evadirlo.
—Magnífica sugerencia, nada más exquisito que hacerle el amor a tu esposa sumergidos en la tina —celebró él mientras se despojaba de la ropa.