Si las cosas no marchaban bien para Ethan, que estaba sumergido en una tormenta de emociones y contradicciones, Eirin no estaba tan tranquila como quisiera. No podía.
La noche no fue un refugio. Fue un campo de batalla.
Eirin no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, el rostro de Ethan se dibujaba con claridad obscena, como si su subconsciente se aferrara a él con la misma fuerza con la que ella intentaba olvidarlo. Sus pensamientos eran una maraña de emociones: el deseo era el fuego, la culpa el cuchillo, y el miedo, la sombra que la seguía a todas partes.
Estaba de pie frente al ventanal del dormitorio para huéspedes donde había decidido dormir después que Orestes comenzó a exigirle abandonar su empleo. Llevaba una bata de seda que apenas cubría su piel erizada. Afuera, la ciudad dormía. Dentro de ella, ferozmente algo se había despertado.
Recordaba con perturbadora claridad el momento exacto en que en un gesto simple, sin importancia, su mano rozó la de Ethan cuando leía ese d