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Llaves, mentiras y deseo

Cindy

Aún tenía las mejillas ardiendo, y no era sólo por el calor que había dentro del coche. Mi respiración trataba de encontrar su ritmo normal, pero la piel aún me hormigueaba por todas partes. Me acomodé en el asiento, sintiendo el cuero frío del interior del coche contra mi espalda.

Nos estábamos terminando de vestir, sin dejar de lanzarnos miradas que amenazaban con repetir la escena si no terminábamos rápido.

Nunca había tenido un encuentro así, jamás. Ni siquiera sabía que algo tan intenso podía existir fuera de las fantasías que me construía en mi cabeza durante las noches solitarias. Lo miré de reojo, todavía tratando de convencerme de que el hombre sentado a mi lado era real. Bruno. Con su belleza infernal, esa que parecía casi imposible de sostener a simple vista.

Era letal. Eso era él. Letal en su forma de mirarme, de hacerme sentir como si no existiera nadie más en el mundo. Su mandíbula esculpida parecía estar hecha para mi para encajar perfectamente en mi cuello, y sus ojos… malditos ojos. Tricolor, oscurecidos y profundos que era como asomarse al borde de un precipicio.

Justo cuando estaba ajustándome el pelo en una cola de caballo, su teléfono sonó.

Volteé instintivamente hacia él, más por reflejo que por curiosidad. El sonido era discreto, nada estridente, pero suficiente para capturar mi atención. Bruno alzó el móvil, la luz de la pantalla iluminó su rostro durante un instante, y entonces vi el nombre. No quería leerlo, pero mis ojos lo hicieron por mí. Victoria.

Él apagó la pantalla tan rápido como si no quisiera que existiera.

No dije nada. ¿Qué iba a decir? No éramos oficialmente nada. Sentía que no tenía derecho a preguntar quién era Victoria o por qué le llamaba. Posiblemente no era nadie importante. No quería hacer una escena y volver a estar enojados. Me quedé mirando hacia adelante, aunque sentía la piel de mi cuello ardiendo de incomodidad.

Bruno no pareció darse cuenta, o tal vez simplemente no le importó.

—Me tengo que ir —comentó sujetándome la barbilla para besarme—. No podré llevarte porque es urgente.

Asentí.

Luego.

Abrió la puerta del coche y salió con esa tranquilidad suya, como si el mundo entero estuviera a su disposición. Respiré hondo, antes de abrir mi propia puerta.

Pero antes de que pudiera moverme, algo voló hacia mí. Mis reflejos me traicionaron y lo atrapé al vuelo, mirando lo que tenía en las manos.

—Es tuyo —dijo con esa voz profunda que hacía que me estremeciera incluso cuando no quería.

Parpadeé, sosteniendo las llaves del coche.

—¿Qué? —pregunté, aunque sabía perfectamente lo que quería decir. Mi ceño se frunció, no porque no entendiera, sino porque no podía creerlo.

Bruno se detuvo junto a la puerta, apoyando una mano en el techo del coche y la frente en la misma superficie. Me miraba. Con una intensidad que parecía taladrarme por dentro. Sus ojos recorrieron cada centímetro de mi rostro y luego bajaron lentamente a mi boca, como si estuviera recordando con la mirada todo lo que acabábamos de hacer.

—El coche. Es tuyo.

Las palabras salieron de su boca con una facilidad desconcertante, como si acabara de ofrecerme un café y no un coche que seguramente costaba más de lo que podría ganar en cinco años en el casino. Mi garganta se secó, pero no iba a dejar que pensara que yo esperaba algo como esto.

—No lo quiero —estaba mintiendo un poco, claro que la idea de tener un coche así me ponía frenética, pero...—. No te estoy cobrando —dije rápidamente, sintiendo un nudo en el pecho mientras sostenía las llaves. No quería que creyera que yo era de esas mujeres que se acostaban con un hombre sólo para conseguir algo a cambio.

La expresión de Bruno cambió, y me miró con algo que no supe identificar de inmediato. Pero ahí estaba de nuevo, ese deseo que brillaba en sus ojos, esa manera letal de mirarme como si pudiera desnudarme sólo con sus pupilas.

—No he dicho que me estés cobrando —respondió directo. Se inclinó un poco hacia mí.

Yo no podía apartar la mirada de él, aunque sabía que debería.

—Es un regalo —añadió—. Quiero que cada vez que lo uses, recuerdes lo que te hice aquí.

Un escalofrío recorrió mi columna. Sus palabras parecían dibujar con precisión cada momento de lo que acababa de pasar. Sabía que tenía razón, porque sólo el aroma del coche me traería todo de vuelta: su aliento contra mi cuello, sus manos sosteniéndome con fuerza, y el sonido de su voz murmurándome al oído cosas que no podía repetir ni para mí misma.

Antes de que pudiera responderle, Bruno se enderezó y cerró la puerta. Estaba un poco en Shock. Él comenzó a caminar hacia la calle, dejándome allí con las llaves en la mano y el corazón desbocado.

Apenas me di cuenta de que mis dedos seguían aferrados a las llaves. Me las quedé mirando, tratando de procesar lo que acababa de pasar. ¿Realmente me había dado el coche? ¿Así, sin más?

Lo vi cruzar la calle, sin prisa. De repente, un coche gris que no había notado antes se detuvo frente a él. Era discreto, aunque elegante, y un hombre que parecía su chofer salió para abrirle la puerta. Bruno intercambió un saludo breve con él antes de entrar al vehículo sin mirar atrás.

El coche arrancó suavemente y desapareció en cuestión de segundos, dejándome sola bajo la tenue luz de los faroles de los letreros del casino. La noche estaba fría, pero yo sentía calor. No sólo en mi piel, sino dentro de mí. Era esa mezcla de emociones que Bruno siempre lograba provocarme.

Me recosté contra el asiento del coche, mirando las llaves que seguía sosteniendo. Mi cabeza estaba llena de pensamientos.

Mis dedos acariciaron las llaves mientras mi mente volvía a lo que me había dicho:

"Quiero que cada vez que lo uses, recuerdes lo que te hice aquí."

Mis mejillas volvieron a calentarse.

"Maldito Bruno," pensé, mordiéndome el labio. ¿Cómo podía ser tan arrogante y tan encantador al mismo tiempo? Lo odiaba por hacerme sentir así, por hacerme desearlo incluso cuando sabía que probablemente no debía involucrarme más profundo en todo esto.

Suspiré y finalmente bajé del coche.

Un rato después, había terminado el turno. Rocío ya estaba frente a mí, con los brazos cruzados y una expresión que alternaba entre curiosidad y juicio. Sus ojos pasaban de mí al coche, una y otra vez, como si no pudiera decidir qué le llamaba más la atención. Si el coche o yo, claramente se notaba que me habían dado la revolcada del año.

El brillo de las luces del casino iluminaba el automóvil con un resplandor casi irreal, como si se tratara de un sueño que había decidido materializarse.

Era un cochazo, y hasta yo, que no entendía mucho de coches, podía admitirlo. Negro, reluciente, con líneas elegantes que gritaban lujo y poder. Era uno de esos que veías en revistas o en películas y que sabías que jamás, en toda tu vida, podrías pagar.

Rocío se mordió el labio inferior mientras lo admiraba, sus ojos brillando con una mezcla de envidia y asombro. Pero su mirada tenía algo más: ese tipo de interrogatorio silencioso que sólo una mejor amiga podía hacerte.

—No se lo pedí —dije finalmente, rompiendo el silencio. Mis palabras sonaron más defensivas de lo que había planeado.

Rocío me miró de reojo y asintió lentamente, sin dejar de recorrer el coche con la mirada.

—Ya lo sé —respondió con un tono que parecía tener un filo oculto, como si intentara decidir si debía felicitarme o regañarme—. Por más loca que seas, sé que tienes tu orgullo.

Suspiré, bajando la mirada a mis manos, donde aún sostenía las llaves… que Bruno Delacroix, el dueño de mis futuros traumas mentales, me había dado. Habían pasado veinticinco minutos desde que él se había ido, pero su presencia seguía impregnando el aire como un perfume imposible de ignorar.

—¿Cómo vamos a llevarnos esto? —pregunté, sabiendo de antemano la respuesta. Rocío y yo compartíamos una característica importante: ninguna de las dos sabíamos conducir.

Mi amiga se encogió de hombros, sin apartar la vista del coche.

—Voy a llamar a Dan —dijo finalmente, sacando su teléfono.

Dan. Su “amigo con beneficios” o como ella prefería llamarlo, “el chico del momento”. No era la persona más confiable del mundo, pero al menos sabía conducir. Rocío se alejó unos pasos mientras tecleaba en su teléfono con rapidez.

Unos minutos después volvió junto a mí, guardando el móvil en su bolsillo.

—Ahora viene —anunció—. No está lejos, así que no tardará.

Asentí sin mucho ánimo, mi mente aún atrapada en los eventos de la noche. Estábamos en medio de una conversación trivial sobre qué haríamos con el coche cuando un hombre alto, trajeado y con una expresión que parecía gritar que odiaba a todo el mundo, salió del casino. Caminó hacia nosotras con pasos firmes, llevando un fajo de documentos en la mano.

—La señorita —dijo al llegar a nuestra altura, extendiendo los papeles hacia mí—. El señor Delacroix le envía esto.

Mis ojos se abrieron ligeramente al escuchar el apellido de Bruno. Miré los documentos, pero no hice ningún movimiento para tomarlos. Por un momento, no entendí del todo lo que estaba pasando.

Rocío, siendo más rápida para reaccionar, dio un paso adelante y aceptó los papeles con una mezcla de curiosidad y precaución.

El hombre no dijo nada más. Se limitó a girarse y marcharse con la misma actitud fría con la que había llegado. Rocío y yo intercambiamos una mirada antes de que ella abriera el sobre transparente para echar un vistazo.

—Son… los papeles del coche —dijo después de unos segundos, con un tono que mezclaba incredulidad y asombro—. Están a tu nombre.

Parpadeé, dando un paso hacia ella para mirar los documentos.

—¿Qué? —fue lo único que pude decir.

Rocío señaló un punto en los papeles con su dedo perfectamente manicurado.

—Mira esto. Es tu nombre. Aquí. Cindy Bellarmy —Sus ojos se ampliaron mientras seguía revisando—. Y esto… esto es la transferencia de propiedad.

Mi mente trataba de asimilar lo que estaba escuchando.

—¿Qué clase de influencia tiene este hombre como para que, a las tres de la mañana, alguien en la oficina de registro de vehículos acceda a hacerle esto? —preguntó Rocío, más para sí misma que para mí.

—Quizás ya lo tenía planeado —dije en un intento por racionalizar la situación—. Quizás ya había puesto el coche a mi nombre antes.

Rocío negó con la cabeza rápidamente y señaló un punto específico en los documentos.

—Mira aquí. —Me mostró la fecha y la hora exactas de la transferencia—. Esto fue hace menos de una hora, cariño.

Mi boca se abrió ligeramente. Las palabras de Rocío me impactaron ¿Había hecho todo esto mientras yo todavía estaba intentando asimilar lo que acababa de pasar en el coche? ¿Cómo era posible que alguien pudiera tener ese nivel de control, esa capacidad para mover los hilos del mundo a su antojo?

Rocío me miró con una ceja alzada, y luego, como si la emoción se apoderara de ella de repente, levantó la mano para que chocara las palmas conmigo.

—¡Tienes un puto cochazo! —gritó emocionada, haciendo que un gato que cruzaba la calle se crispara y se echará a correr maullando.

Su entusiasmo era contagioso, aunque yo aún no terminaba de procesar todo. Rocío dio una vuelta rápida alrededor del coche, admirándolo desde cada ángulo posible.

El rugido de un motor interrumpió mis pensamientos. Giré la cabeza justo a tiempo para ver llegar a Dan, conduciendo un coche algo destartalado que contrastaba terriblemente con el lujoso vehículo que tenía frente a mí. Aparcó con una sonrisa ladeada.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó mientras salía del coche y se acercaba a nosotras. Sus ojos se abrieron cuando vio el coche negro reluciente—. ¡Dios mío! ¿Es tuyo?

—Sí, bueno… —empecé, pero Rocío me interrumpió, claramente encantada de ser quien explicara la situación.

—Es suyo. Sí, pero eso no te importa.

Dan soltó un silbido bajo mientras pasaba una mano por la superficie del coche.

—De donde lo sacaste, ¿eh? —dijo con una mezcla de asombro y envidia—. ¿Qué hiciste para merecer esto?

Mis mejillas se calentaron al instante, y Rocío soltó una carcajada, disfrutando de mi incomodidad.

—Eso no importa, Dan. Lo que importa es que ahora necesitamos que nos ayudes a llevarlo a casa —dijo ella, recuperando la seriedad por un momento.

Dan asintió, todavía impresionado por el coche.

—Bueno, eso no será problema. Déjenme ver las llaves.

Se las entregué con cierta reticencia, sintiendo un extraño peso al desprenderme de ellas, aunque fuera sólo temporalmente. Dan subió al coche y encendió el motor, que rugió como un felino majestuoso.

—Oh, sí. Esto es otra cosa, nena. Vendré por el mío después.

Rocío y yo subimos al coche, yo preferí en la parte de atrás, mientras Dan lideraba el camino y Rocío a su lado. Durante todo el trayecto, Rocío no dejó de hablar, especulando sobre lo que significaba este regalo, estaba feliz, yo también pero aún no lo asimilaba.

—Está loco por ti, Cindy —dijo en un momento, girándose ligeramente en el asiento para mirarme—. Esto no es un gesto cualquiera. Esto es un hombre diciendo: “Te quiero en mi vida, cueste lo que cueste”.

—¿Qué hombre? —se entrometió Dan.

—Tu cállate, Dan, estos son cosas de chicas.

—Tranquila, nena —rio él queriendo bromear.

—Cariño, un hombre no regala algo así sólo para jugar. Esto es serio.

—¿Tu crees?

Bruno parece tener dinero de sobra…

—Por supuesto.

Me mordí el labio y miré por la ventana.

Cuando finalmente llegamos al edificio, Dan aparcó el coche con cuidado y salió, lanzándome las llaves con una sonrisa.

—Ahí lo tienes, reina. Ahora sólo falta que aprendas a conducir. No me importaría si me lo prestas mañana para dar una vuelta —añadió.

—Anda tira —dijo Rocío—. Deja de querer brillar con cosas ajenas.

El río, como si la forma de tratarlo era lo normal, se acercó a besarla tomándola de la cintura y no pude evitar rodar los ojos.

—Me largo —dije jocosa—. No me hagas tía aquí en plena calle.

Rocío alcanzó a darme una nalgada que me sobresaltó.

—Anda tira, que te toca hacer la cena.

Reí y me adentré al edificio.

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