Cindy
La atmósfera cambió en un instante. Gabriel pareció notarlo también, porque se tensó y retrocedió. —Nos vemos luego, Cindy —murmuró, desapareciendo antes de que pudiera responder. No tuve tiempo de decir nada. Bruno avanzó hacia mí con pasos firmes, sus ojos ardían con una mezcla de furia contenida y algo más primitivo que me erizó la piel. Me tomó de la muñeca con firmeza y me guió sin miramientos hacia una de las salidas laterales. No hablé, no podía. Caminamos en silencio hasta que estuvimos lo suficientemente lejos, junto a un coche negro estacionado en una esquina discreta. Allí se detuvo y, sin soltar mi muñeca, me puso contra el vehículo. El frío del metal contrastó con el calor que irradiaba su cuerpo. Sus ojos se clavaron en los míos, y por un momento, pensé que iba a gritarme. Pero… —¿Te diviertes? —espetó con dureza—. ¿Te gusta que cualquiera te toque? —¿De qué hablas? —De las fotos, Cindy. Las que me enviaron. Tú, en el bar, dejándote manosear como… —¡No! —lo interrumpí, con la voz temblorosa—. Eso no es verdad. Bruno me miró con escepticismo, su mandíbula apretada y sus ojos llenos de reproche. —No mientas. —No estoy mintiendo. Esas fotos fueron mal tomadas —me detuve, tragando saliva mientras intentaba contener las lágrimas—. De hacerme ver como algo que no soy. Él no respondió. Pero su expresión no cambió. —No ocurrió nada. No me interesa nadie mas. No quiero que otro… —Termina la frase —demandó, acercándose aún más, su voz baja pero cargada de tensión. Sentí el calor de su respiración contra mi piel, y mi corazón latía frenéticamente. —Solo quiero… que me folles tú —confesé, mi voz apenas un susurro. Sus ojos ardieron como fuego. Esa frase fue la chispa que encendió algo dentro de él. Sujetó mi pelo en un puño suave, pero lo suficientemente firme como para obligarme a mirarle, sus ojos en los míos, como si lo necesitara. En un movimiento rápido, sus labios tomaron los míos con una intensidad que me dejó sin aliento. Sus manos, firmes, me sujetaron como si fuera suya y no hubiera espacio para duda alguna. La frialdad con la que me había tratado hasta ahora se desvaneció, reemplazada por una pasión posesiva que me dejó temblando. En ese beso, no había espacio para reproches ni palabras. Solo deseo puro y crudo. Lo deseaba. Estaba perdiendo la cabeza por el de una forma peligrosa. El aire entre nosotros se había convertido en un campo magnético que amenazaba con romperse en cualquier instante. Bruno no se apartaba ni un milímetro, su cuerpo atrapándome contra el coche con una mezcla de dominio y desesperación que me hacía perder cualquier noción de lógica. Su beso era todo lo que había imaginado y más: salvaje, posesivo, como si estuviera reclamándome de una forma que las palabras no podían expresar. Mis manos, inicialmente rígidas, se aferraron a los bordes de su chaqueta. No sabía si quería empujarlo o acercarlo aún más, pero mi cuerpo ya había decidido. Me derretí contra él, dejándome llevar por la intensidad de sus labios, el calor de su cuerpo y el deseo que ardía en cada uno de sus movimientos. Su mano izquierda se deslizó hasta mi cintura, afianzándome contra él, mientras la otra se apoyaba en el coche, encerrándome aún más. Era una prisión que no quería abandonar. Sentía el frío del metal contra mi espalda, pero el calor que él irradiaba me consumía por completo. —No quiero saber que en ti entra otra polla —murmuró contra mi boca, su voz grave y cargada de una emoción que no supe identificar. No tuve tiempo de responder. Su boca volvió a buscar la mía con más fuerza, con más necesidad. Había algo primitivo en él, una lucha interna que parecía estar ganándole la partida. Y aunque sabía que estábamos en un lugar público, con el riesgo de ser vistos, no me importaba. Su mano comenzó a explorar con más audacia, subiendo desde mi cintura hasta el borde de mi espalda baja, trazando líneas invisibles que encendían cada centímetro de mi piel. Un jadeo escapó de mis labios cuando sus dedos se deslizaron bajo la tela de mi falda, acariciando mi piel directamente. —Bruno… —intenté articular, pero mi voz se quebró cuando su boca dejó la mía para recorrer mi mandíbula y descender hasta mi cuello. Cada beso que depositaba en mi piel era un incendio. Mis manos subieron a su cabello, aferrándose como si fueran mi único ancla en medio de la tormenta que había desatado. —¿Es esto lo que querías? —preguntó, su voz un susurro áspero contra mi cuello—. ¿Que pierda el control contigo? No respondí con palabras. Mi cuerpo fue mi única respuesta, arqueándose hacia él, buscando más de lo que estaba dispuesto a dar. Su mano subió aún más, encontrando el borde de mi sujetador, pero se detuvo de repente. Se apartó apenas unos centímetros, lo suficiente para que nuestras miradas se encontraran. Sus ojos estaban oscuros, llenos de deseo, pero también de algo más profundo. Algo que me hizo temblar. —Si seguimos, no voy a detenerme, Cindy —advirtió, su voz cargada de gravedad. La intensidad en su mirada me dejó sin aliento. En ese momento, supe que hablaba en serio. Esto no era un juego para él, y tampoco lo era para mí. —No quiero que te detengas —dije con más firmeza de la que creía posible. Bruno cerró la distancia entre nosotros con una determinación que me hizo perder el equilibrio, literalmente y figurativamente. Sus labios volvieron a los míos con una pasión renovada, y sus manos se movieron con más confianza, explorando mi cuerpo como si fuera suyo. El sonido de nuestras respiraciones entrecortadas llenaba el aire nocturno, mezclándose con el murmullo distante de la ciudad. Había algo crudo y desesperado en todo aquello, como si ambos supiéramos que estábamos cruzando una línea de la que no había retorno. De repente, Bruno se separó de mí lo justo para abrir la puerta del coche con una mano. Sin decir una palabra, me guió hasta el interior, cerrando la puerta tras nosotros. El espacio reducido del vehículo solo amplificó la intensidad entre los dos. No hubo palabras innecesarias. Se apoderó de mis pechos, los lamió e hizo lo que quiso con ellos. Besó mi cuello y descendió lentamente por mi vientre hasta ir a parar al centro de mis piernas. Las abrió. Y me tomó de nuevo, lamiendo con su lengua con una urgencia que hacía que todo lo demás desapareciera. Mis manos exploraron su pelo. En algún punto rocé la demencia mientras llegaba a mi límite. Gemí. Alto y ahogado. Se incorporó y cuando lo hizo se empezó a sacar la ropa con un urgencia desmedida. Se acomodó en el asiento de cuero y me atrajo de una manera que quedara encima de él, empalada en su polla. Fue una sola embestida. Un gemido alto, mientras cerraba mis uñas en sus hombros fue mi consuelo. Me aferré a su cuello, mientras mi cadera hacia una danza caótica que iba guiada por el ritmo de su mano en mi cintura, mientras su boca volvía a capturar la mía con una fuerza que me dejó sin aliento. El coche empezó a moverse por la urgencia de nuestros cuerpos. —Dime que soy el único que puede tocarte así —murmuró contra mi piel, sus labios descendiendo hasta mi clavícula. —Eres el único —respondí sin dudar, sabiendo que era la verdad absoluta. Bruno respondió con un gruñido bajo, como si mis palabras hubieran encendido algo aún más oscuro dentro de él. Sus manos encontraron mis nalgas, aferrándose lentamente mientras sus labios continuaban su descenso. Cada movimiento suyo era deliberado, cargado de intención, y yo no podía hacer otra cosa que entregarme por completo. En ese momento, no había espacio para el miedo ni las dudas. Solo estaba él, reclamándome de una forma que nunca había experimentado antes. —Cada gemido tuyo me enciende más —gruñó, envolviendo su brazo alrededor de mi cintura comenzando a embestirme con necesidad. Deseo, dominio, y autoridad, era lo que destilaban sus manos mientras recorrían todo mi cuerpo, reclamándolo como suyo. «Este hombre me volvía loca». Y supe, con absoluta certeza, que no abría marcha atrás. No para mi.