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Cicatrices de marmol

Cindy

Aunque Bruno había dicho que solo estaríamos media hora en el Festival de las Flores, las horas se escurrieron como agua entre los dedos. El tiempo voló.

Rocío se acercó dos veces, algo raro en ella, como si estuviera cuidándome o vigilándome. Y Dan… bueno, Dan no dejaba de mirar a Bruno, como si estuviera frente a una estrella de rock o algún tipo de héroe.

Me hizo reír cuando me llamó “cuñada”. Ese comentario inesperado provocó que Rocío le diese un codazo en las costillas, furiosa pero también divertida. Que yo sepa, ellos no son novios, pero al parecer, la idea de que podría ser cuñada de alguien que estuviera con Bruno le hizo ilusión.

Finalmente, decidieron quedarse hasta más tarde, probablemente hasta el amanecer. Bruno y yo, en cambio, nos retiramos temprano.

En el coche, el silencio solo se rompía por las llamadas ocasionales que él contestaba usando el auricular. Yo, mientras tanto, me entretenía jugando Candy Crush en mi teléfono. El viaje transcurrió así, tranquilo, casi automático, hasta que llegamos a una zona conocida.

Fue entonces cuando noté que Bruno no dobló hacia la calle que llevaba a mi departamento.

—Mi casa queda por ahí —le dije, señalando hacia atrás, confundida.

—Vamos a ir a la mía —respondió sin siquiera mirarme.

—Gracias por invitarme… de nada —repliqué con un sarcasmo fingido, aunque en realidad sentí un pequeño cosquilleo de emoción. Ir a su casa era algo que no esperaba, y la idea me agradaba.

Tomé el teléfono y murmuré mientras escribía un mensaje:

—Voy a decirle a Rocío que llegaré más tarde.

—Dile a Rocío que no llegarás a dormir —corrigió, sin siquiera un atisbo de duda.

Levanté una ceja, sorprendida, pero sin deseo de contradecirlo.

Minutos después llegamos a la zona de su propiedad.

Al pasar por el portón, un cosquilleo de anticipación recorrió mi espalda.

Hicimos el recorrido correspondiente.

Cuando detuvo el coche frente a la entrada, uno de sus hombres apareció para tomar las llaves. Bruno salió con la misma serenidad de siempre, y yo lo seguí, algo nerviosa.

Al cruzar la puerta principal, me recibió un aire cálido, distinto al frío de la noche. Seguimos caminando, y aunque todo era opulento, con muebles y detalles que gritaban lujo, Bruno no parecía prestar atención a nada de eso.

—Vamos —dijo suavemente, mientras colocaba una mano en mi espalda para guiarme hacia las escaleras.

El gesto fue tan natural, tan íntimo, que sentí un nudo en el estómago. Subimos juntos, su mano rozando la mía de vez en cuando, y no pude evitar mirarlo de reojo. Es el tipo de hombre que…, te doblega con su simple presencia.

Él siempre parecía tan sereno, tan en control, pero había algo en esos momentos, en la quietud de la noche, que lo hacía parecer más accesible, más humano.

Finalmente, llegamos a su habitación.

Cuando estuve aquí, no pude apreciar ciertos detalles que ahora notaba, ese día estaba en pánico y no me fijé en muchas cosas.

Al entrar, desde la ventana, se podía ver reflejos de la piscina, como de luces en el agua moviéndose suavemente.

Bruno se giró hacia mí, y con esa voz tranquila, varonil, que siempre lograba ponerme nerviosa, dijo:

—Voy al baño. Ahora vuelvo.

—Está bien —respondí, y lo vi desaparecer detrás de una puerta cercana.

Me quedé, observándo con detenimiento. Había una calma casi extraña en el ambiente, como si cada objeto estuviera en su lugar exacto, sin nada fuera de lo necesario.

Me acerqué a la ventana, a confirmar el reflejo de la piscina, mirando las luces por un momento; era una piscina grande y bonita, en forma de violín. Pasé mi vista hacia el suave ruido de los árboles de ciprés que adornaban el jardín en el área verde.

Me perdí en la naturaleza hasta que escuché el sonido del grifo, como si se estuviera lavando las manos y me alejé de la ventana, sentándome en la cama.

Las sábanas eran casi blancas un suave color marfil, impecables.

Apenas me acomodé, sentí algo extraño: una ligera descarga que me hizo pararme de inmediato. Fue entonces cuando lo noté.

El pánico me invadió al darme cuenta de que me había llegado el periodo. Miré la cama con horror, y ahí estaba: una pequeña mancha en las sábanas color marfil. Mis ojos se movieron rápidamente hacia mi pantalón, temiendo lo peor. No alcanzaba a ver nada pero mi tacto confirmó lo que ya temía.

—No, no, no… —murmuré para mí misma, sintiendo cómo la vergüenza empezaba a apoderarse de mí.

Pensé en cómo podría arreglarlo. Tiré de las sábanas con cuidado, tratando de quitarlas sin dejar rastro. Debajo había otras sábanas limpias, lo que me alivió un poco. Hice un bolillo con las manchadas y las abracé con fuerza, como si ese gesto pudiera borrar el accidente.

Fue en ese momento cuando Bruno salió del baño.

Se detuvo al verme, abrazando las sábanas, y arqueó una ceja.

—¿Qué haces? —preguntó con calma, dando un paso hacia mí.

—He tenido un accidente —dije rápidamente, retrocediendo un paso—. Manché tus sábanas. Creo que lo mejor será que me lleves a mi casa. Te lavaré las sábanas.

Bruno me miró, sus ojos moviéndose de las sábanas a mi rostro, como si tratara de entender lo que estaba pasando.

—Déjame ver —dijo finalmente, con un tono que parecía más amable de lo habitual.

Que vergüenza. No quiero.

No conseguí negarme cuando ya me había quitado las sábanas y las revisó.

—Voy a lavarte las…

—Date una ducha —interrumpió, haciendo ovillo las sábanas nuevamente—. Iré por lo que necesites.

Lo miré, sorprendida por su reacción. Había esperado cualquier cosa menos eso.

—No es necesario, de verdad…

—Lo es.

Había algo en su tono que no admitía discusión, pero también había algo más: una calidez que me hizo bajar la guardia, aunque todavía sentía una mezcla de vergüenza y nerviosismo.

Finalmente, suspiré y asentí.

—Está bien.

Mientras la puerta se cerraba detrás de Bruno, sentí cómo la tensión en mi cuerpo comenzaba a disiparse, aunque el calor en mis mejillas seguía siendo insoportable.

No podía creer lo que acababa de pasar. Me quedé unos segundos en silencio.

Finalmente me dirigí al baño. Era grande y sostificado, en una esquina había un jacuzzi, todo estaba tan bonito y limpio que parecía sacado de una revista: azulejos negros relucientes, un enorme espejo sin bordes, y una ducha de vidrio con un cabezal que parecía más una cascada que un grifo. Cerré la puerta detrás de mí y me acerqué al lavabo, mirando mi reflejo en el espejo.

Mi cabello estaba revuelto, mi rostro ligeramente pálido. "Cálmate", me dije en voz baja, como si eso pudiera borrar la vergüenza.

No me importaba mucho pasar vergüenza frente a otros pero la idea de que sea frente a Bruno, era más hostigosa.

Abrí el grifo y dejé que el agua caliente corriera mientras buscaba una toalla limpia, de las muchas dobladas en un estante. Había una fila perfectamente doblada junto a una bata blanca de tela suave que parecía esperarme. El nivel de cuidado y detalle en esa casa era impresionante.

Comencé a desvestirme con movimientos torpes, intentando no mirar demasiado mi pantalón manchado. Cuando al fin estuve bajo el agua, sentí cómo el calor comenzaba a relajarme.

Estaba enjabonando mi cuerpo cuando la puerta se abrió. Por instinto hice un gesto de cubrir mis zonas privadas, hasta que vi a Bruno con una bolsa en la mano.

Me miro de arriba abajo con exacta lentitud y luego empezó a sacar lo que traía: puso ropa interior limpia, dos clases de toallas íntimas y una de tampones.

Fingí seguir bañándome. Hasta que salió.

Terminé poco segundos después.

Cuando salí del baño, envuelta en la bata, encontré sobre la cama un conjunto de ropa que no reconocí: unos pantalones de algodón gris claro y una camiseta negra sencilla. Todo parecía nuevo, como si hubiera salido directo de una tienda de lujo.

Bruno no estaba en la habitación, pero era obvio que él lo había dejado, era ropa de mujer y muy acercado a mí talla.

Me vestí, y mientras lo hacía noté que habían cambiado el juego completo de sabanas por una lino beige.

Poco después, escuché pasos acercándose a la habitación. Me senté en la orilla de la cama, jugando nerviosamente con los dedos mientras Bruno entraba. Llevaba una camisa sin abotonar y un pantalón suelto que le daban un aire relajado, casi doméstico, pero igual de imponente que siempre.

Me miró de pies a cabeza, evaluándome con una pequeña sonrisa en los labios.

—Te queda bien.

—Gracias —respondí, intentando mantener la compostura.

—¿Te sientes mejor?

—Sí… siento haber manchado tus sábanas.

—No es nada.

Bruno se acercó, sentándose a mi lado. El peso de su cuerpo hizo que el colchón se hundiera ligeramente, acostándose. Sentí el calor de su cercanía antes de que hablara.

—Ven —me invitó dando un golpecito a su lado.

Gatee y me acomodé a su lado. El me abrazó haciendo que mi pelo húmedo descansará en su pecho. Casi en acto seguido empezó a jugar con mechones de mi cabello.

Solo nuestras respiraciones.

El silencio que siguió fue cómodo, aunque cargado de algo que no podía definir. Bruno alzó una mano, y por un momento pensé que iba a tocarme el rostro. Pero en lugar de eso, acarició mi espalda haciendo suaves recorridos que me inquietaban a mí, y a todo mi cuerpo.

Me gustaba estar así. Levanté la barbilla, mirandolo a los ojos.

Había algo en su forma de mirarme que siempre me dejaba sin aliento. Bruno era una contradicción con patas. Era frío, seco, como un invierno interminable, pero a la vez, cuando se lo proponía, podía ser el calor que hacía arder mi piel y confundía mi corazón rebelde.

Lo observé por unos segundos antes de que su voz grave rompiera el momento.

—Me acuerdas a una Greta oto.

—¿Una qué? —dije, frunciendo el ceño mientras él se inclinaba un poco más hacia mí.

—Es una mariposa con las alas transparentes —susurró, sus ojos fijos en los míos—. Difícil de encontrar, hermosa en su fragilidad... pero fuerte de una forma que no todos notan.

Por un instante, me quedé muda. Mi corazón dio un salto inesperado. ¿Esto era real? ¿El hombre que siempre parecía hecho de hielo me estaba diciendo algo así?

—¿Me estás halagando? —le pregunté con una sonrisa incrédula, tratando de suavizar el repentino nudo en mi garganta.

—No lo tomes por costumbre —respondió, su voz volviendo a ese tono seco que tanto le gustaba usar para protegerse. Pero había algo en su mirada, algo que no podía esconder.

Rodeé los ojos.

Acomodé mi cabeza y cerré los ojos casi sonriendo.

Sin darme cuenta, el cansancio me venció. Me quedé dormida envuelta en su calor y en su aroma.

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