Calvin Monteverde
Mientras tanto, los padres de Patricia, sentados en un sofá cercano, observaban la escena con el aire indiferente típico de las personas acostumbradas al lujo.
Mi suegra llevaba un vestido de verano blanco y un sombrero enorme que casi ocultaba sus gafas de sol. Su esposo hojeaba una revista de negocios mientras mantenía una copa de vino blanco en la mano.
El abuelo, hombre que detestaba, era otra historia. Estaba sentado al otro lado de la piscina, acompañado de una mujer joven que claramente no pertenecía a la familia. Su risa resonaba por encima del murmullo del agua. La joven, de cabello rubio platinado y piel pálida, se inclinaba hacia él, susurrándole algo al oído que lo hacía sonreír de manera descarada.
—Ese viejo no pierde el tiempo —murmuré para mí mismo, aunque un poco alto.
—¿Qué has dicho? —preguntó, mi cuñada a dos tumbonas de mi, levantando las gafas sin mirarme está vez.
—Nada. Solo estaba pensando en lo animado que está tu abuelo.
Mi cuñada se incor