0.13

Cindy

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Cuando desperté, él ya no estaba. Me incorporé ligeramente, desorientada, hasta que mis ojos se posaron en la mesita de noche. Había un desayuno perfectamente dispuesto: café, tostadas con mermelada y un jugo fresco. No pude evitar sonreír un poco.

Mientras comía, la realidad comenzó a asentarse en mi mente. No estaba en mi departamento. El entorno era demasiado sofisticado, con muebles que gritaban lujo y paredes decoradas con un gusto impecable.

El sonido de una aspiradora lejana, llenaba el ambiente.

Revisé mi teléfono. Tenía una llamada perdida de Rocío y dos mensajes.

“¿Tuviste sexo?” Leí.

Que descaro el de Roció, ella no me cuenta como se la folla Dan.

Reí y contesté con un emojis, de una carita con una lágrima al costado, y luego un: no.

Tenía 15% de pila.

Me terminé el desayuno y, sin poder resistir mi curiosidad, decidí irlo a buscar.

Bajé las escaleras, notando cómo el lugar parecía estar lleno de vida. Hombres y mujeres iban y venían, todos con tareas claras, sin apenas notar mi presencia.

Camine por un pasillo que de fondo dejaba ver la cocina, a mitad en un punto, me detuve al escuchar una voz que reconocería en cualquier lugar.

La puerta entreabierta me reveló a Bruno, de pie en lo que parecía ser un despacho. Frente a él, una mujer castaña de aspecto impecable hablaba con un tono casi desafiante. No pude evitar escuchar.

—¿Por qué la mandaste a Italia? —le reclamó ella, su voz cargada de frustración.

—No era asunto tuyo, Ivette —respondió Bruno, un matiz casi imperceptible de impaciencia.

—¡Por supuesto que es asunto mío! —replicó Ivette , dando un paso hacia él—. Es la madrina de mi hijo. ¿O ya se te olvidó el maldito bautizo? Richard va a cumplir tres años y aún no se ha bautizado por tus constantes desplantes.

—El bautizo se realizará cuando lo diga yo —afirmó él, su voz más baja, pero más firme—. Y en cuanto a lo de Italia, fue lo mejor.

Ivette resopló, cruzándose de brazos mientras lo miraba con una mezcla de exasperación y desafío.

—¿Lo mejor para quién? Porque a mí nadie me consultó nada. Ni a ella tampoco, seguro.

Bruno no respondió de inmediato. Escuché movimientos que no alcancé a ver porque se movieron a un ángulo que me privaba la vista.

Yo, mientras tanto, permanecía inmóvil detrás de la puerta, con el corazón latiéndome en los oídos. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero algo me decía que no debía estar allí. Y sin embargo, mis pies parecían pegados al suelo.

—El niño no necesita madrina ahora —dijo finalmente Bruno, con una calma que parecía calculada para irritarla aún más—. Si ya tiene tres años, ni siquiera debería bautizarse.

—¡Pero qué dices! —reprendió ella.

dejó escapar una risa sarcástica, pero antes de que pudiera escuchar algo más, oí un ruido que me hizo entrar en pánico.

Pasos.

Alguien venía por el pasillo.

En un acto reflejo y completamente estúpido, empujé la puerta del despacho y entré, cerrándola de golpe tras de mí. El ruido reverberó en la habitación, cortando la conversación al instante.

Cuando levanté la vista, los ojos de Bruno estaban fijos en mí. Sorprendidos. En cambio, ella me miraba como si acabara de aparecer una criatura exótica en medio de su discusión privada.

El silencio en la habitación era ensordecedor.

—Disculpen, pensé que era un baño —solté rápidamente, mi voz temblando un poco mientras sentía cómo la vergüenza me quemaba las mejillas.

Ivette continuó mirándome, sus ojos claros evaluándome de arriba abajo con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Luego volvió su atención a Bruno, claramente esperando alguna explicación.

—¿Quién es? —preguntó, su tono cortante como el filo de un cuchillo.

Bruno no respondió. Sus ojos se encontraron con los míos, y algo en su mirada me hizo sentir como intrusa.

—Espera arriba —me dijo finalmente, su tono tranquilo pero innegociable.

Mis ojos miraban a la chica con insistencia.

—¿Quién es, Bruno? —insistió Ivette, su atención volviendo a mí por un segundo antes de regresar a él.

Bruno ni siquiera le dirigió una mirada. En cambio, repitió, esta vez con más firmeza:

—Sube —mirándome.

La seriedad en su voz era severa. Salí del despacho, sintiendo cómo los ojos de Ivette me seguían hasta que cerré la puerta detrás de mí.

Mientras subía las escaleras, me crucé con la señora que aquella vez me ofreció el desayuno.

Me miró con cierto recelo, antes de comentar.

—He dejado su ropa arriba, señorita, está lavada y planchada.

—Gracias.

—A la orden. Si no necesita nada más me retiro.

No respondí, pero igualmente se retiró.

Subí las escaleras y justo como me había dicho estaba mi ropa totalmente impecable.

Fui al baño y me aseguré de que todo estuviera bien y no haya un accidente, luego me vestí y empecé a buscar con la vista algún cargador para mí móvil.

Mis ojos se posaron en la mesita de noche junto a la cama. Era de madera oscura, con un diseño sencillo pero que gritaba elegancia, como todo en esta casa. Al acercarme, noté que un pequeño pedazo de papel sobresalía de uno de los cajones.

No debería abrirlo. Lo sabía. Pero mis manos actuaron por instinto.

Tiré suavemente del papel para intentar colocarlo de vuelta en su lugar, pero al hacerlo, el cajón se deslizó un poco más, dejando al descubierto su contenido. Mi curiosidad se encendió como un fósforo.

Abrí el cajón por completo.

Había varias fotos dentro, desorganizadas, como si hubieran sido colocadas allí apresuradamente. Tomé una de ellas, una foto tipo carnet de Bruno. La imagen me arrancó una pequeña sonrisa. Estaba tan serio, con esa expresión neutral que parecía ser su estado natural. Sin pensarlo, deslicé la foto en el bolsillo de mis pantalones.

Seguí revisando las demás fotos, una a una. Algunas eran de personas que no conocía: un hombre mayor con el cabello canoso, una mujer con sonrisa amable, y un grupo de personas en lo que parecía ser un evento formal. Pero entonces, mi corazón dio un vuelco.

Una de las fotos mostraba a una persona familiar.

A mí.

La primera imagen era mía, saliendo del casino. Otra mostraba a Rocío y a mí caminando juntas por una calle que reconocí de inmediato. Pero la que más me heló la sangre fue una donde aparecía entrando a mi edificio, justo frente a la puerta.

Sabía que Bruno me seguía de cerca lo supe aquel día fuera del bar de Toni, pero… aquellas fotos fueron tomadas mucho antes de haber estado con él.

Me quedé inmóvil, con las fotos en las manos, sintiendo cómo una mezcla de algo extraño.

¿Por qué tenía Bruno estas fotos? ¿Desde cuándo me estaba observando? Y si era un depredador en potencia y yo su presa. Comenzaba a tener problemas mentales porque la idea no me horrorizaba como debería.

El sonido de pasos en el pasillo interrumpió mis pensamientos. Mi corazón se aceleró mientras intentaba meter las fotos de vuelta en el cajón. Mis manos temblaban mientras las colocaba de cualquier manera, cerrando el cajón con un golpe seco.

Me levanté de un salto justo cuando la puerta se abrió.

Bruno entró, y su presencia llenó la habitación de inmediato. Me miró.. Yo debía lucir espantada, porque su mirada se estrechó ligeramente.

—¿Qué estabas haciendo en mi despacho? —preguntó, avanzando un par de pasos hacia la cama.

—Pensé que era un baño —miento y el recuerdo de lo que escuché de esa chica me hace sentir extraña.

—Sí —dijo dejando entre ver qué no me creía nada.

—No tenías que haber bajado —cuestiona quitándose el reloj de la muñeca y dejándolo en la mesita de noche.

Estaba vestido de forma casual, con un pantalón de lino fino a media rodilla y un polo azul turquesa que le quedaba muy bien para presumir sus tatuajes y eso, eso le hacia ver más sexy. Pero a pesar de eso, de lo mucho que me apetecía lanzarme a su cuello y devorarle la boca, porque otra cosa no puedo. A pesar de eso, no puedo ignorar sus palabras. ¿Por qué no quería que ella me viera?

—¿Por qué? —solté con un matiz litigado—. ¿No querías que supiera que nos acostamos?

Levanté una ceja esperando su respuesta.

—No tiene porqué saber qué nos acostamos —remarca.

—¿Te trae problemas o qué? —increpé en un tono más alto del que pretendía.

—¡Baja la puta voz!

Los latidos de mi corazón se agitaron y mi raciocinio me gritaba: que qué estaba haciendo. Ni siquiera yo lo sabía.

—Así no le hablaste a ella cuando te preguntó quien era yo.

Delacroix caminó hacia mi y me sujetó el mentón, en un gesto que no resultaba brusco pero si seco. Me hizo mirarlo a los ojos, su mirada cómo un tempano de hielo. Y yo, yo luchaba por qué mis ojos no se aguaran en ese momento.

—Detesto las estúpidas escenas —murmuró casi entre dientes pero con firmeza—. Tú y yo follamos y ya, y en eso es lo que debes meter tus narices no en otra cosa.

Aferré ambas manos a la suya para que soltara mi cara y lo hizo.

No llores.

No llores.

No llores…

—Quiero irme —zanjé.

Sus palabras me habían dolido. Me habían dolido aunque eran ciertas, solo follábamos y yo torpemente estaba mezclando los sentimientos hasta hacerlos confusos.

—Marco te lleva.

—¡No! —rechacé—. Solo da la maldita orden de que me dejen salir. Yo me largo por mis propios medios.

Cogí mi calzado con furia, mis pertenencia, como móvil y un bolso de esos que se ponen de lado y salí sin esperar escuchar algo más.

Cuando llegué a la puerta principal, el chico de la otra vez, él que me retuvo, me miró con curiosidad, pero está vez sí me cedió el paso. Salí y caminando rápido, mucho casi corriendo buscando anivelar el ritmo desenfrenado de mis emociones, dejé mis lágrimas caer.

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