0.9

Cindy

Después de asegurarme que no había copa alguna vacía y que los presentes aún estaban con saludos y formalidades, me acerqué junto a la barra, observando todo con interés. No porque me fascinara el espectáculo, sino porque algo en la energía de la noche me causaba curiosidad.

Los invitados seguían llegando, hombres mayores mezclados con jóvenes que claramente pertenecían al mismo círculo de élite.

Entre ellos destacaba uno en particular: un hombre rubio, con ojos claros y una sonrisa despreocupada. Su entrada fue todo un evento. Los demás se levantaron de los sofás para saludarlo, palmeándole la espalda y haciendo comentarios que no podía escuchar desde donde estaba. Supuse que era el famoso hijo del futuro ministro.

—Él es el centro de todo esto —dijo Joaquín a mi lado, mientras limpiaba un vaso con calma.

Asentí, sin quitarle los ojos de encima. Se movía como alguien acostumbrado a ser el centro de atención, con una arrogancia que casi se podía palpar. Algunas chicas también lo notaron, pero ninguna intentó llamar su atención. Sabían que su trabajo no era coquetear, sino atender con respeto y distancia.

La música cambió, subiendo de intensidad. Los focos se encendieron sobre las barras de pole dance, y las primeras bailarinas subieron al escenario.

Esas chicas, contratadas específicamente para la noche, comenzaron su espectáculo con movimientos perfectamente sincronizados con el ritmo de la música. Era un espectáculo diseñado para seducir, y lo hacía con eficacia.

Yo me encontraba fascinada, no tanto por los hombres, sino por las bailarinas en sí. Sus cuerpos se movían con una elegancia que parecía casi sobrenatural, como si cada giro y cada caída estuvieran ensayados mil veces. Las luces neón acentuaban los reflejos de sus trajes brillantes, y el público las observaba con una mezcla de ambición y deseo.

Verlas bailar, me hizo crear una escena loca en la cabeza: Yo podría hacerle un baile sensual a Bruno, disfrazada de algo travieso y luego, exigirle que me lo arrancara.

Me mordí el labio solo imaginando la cara perversa que él pondría al verme. A veces ponía esa mirada, era una lasciviosa y poderosa que me hacia sentir amenazada y… excitada.

Salí bruscamente de mi mente cuando alguien habló:

—¡Eso es lo que digo! Así deberían atendernos las chicas que sirven las copas —gritó uno de ellos, riendo a carcajadas mientras miraba descaradamente a la que bailaba.

La chica, una joven llamada Mónica, simplemente le dirigió una sonrisa profesional y siguió su camino, llevando una bandeja con copas hacia otro grupo de invitados. Yo apreté los dientes, sintiendo una punzada de rabia, pero sabía que no valía la pena intervenir. Estas chicas sabían manejarse en situaciones así, y su indiferencia hacia los comentarios fuera de lugar era su mejor defensa.

—¿No piensas unirte al espectáculo? —preguntó Joaquín, con una sonrisa burlona.

Lo miré de reojo.

—No soy de las que bailan para entretener a niños ricos.

Él soltó una carcajada.

—Claro, Cindy. Pero no me digas que no te llama la atención todo esto. He visto como te embelesas.

Era cierto. Había algo magnético en la manera en que todo parecía fluir. Las bailarinas en las barras se movían con una gracia hipnótica, mientras los invitados observaban con rostros que iban de la admiración al deseo. Las chicas que atendían las mesas seguían haciendo su trabajo con eficiencia, manteniéndose al margen del espectáculo pero siendo constantemente el blanco de miradas y comentarios incómodos.

Una de las bailarinas hizo un giro especialmente complicado, arrancando aplausos y gritos de los hombres.

—¡Eso es lo que paga el ministro! —gritó uno de ellos, levantando su copa en un gesto exagerado.

Algunos se rieron, otros simplemente asintieron, pero no era difícil notar que la atmósfera se volvía cada vez más densa.

Brenda apareció a mi lado, mirando la escena con la misma intensidad que yo.

—¿Te estás divirtiendo? —preguntó, con un tono que no era amigable ni hostil, simplemente neutral.

—Estoy trabajando —respondí, sin apartar la mirada de la escena.

Ella soltó una risita seca. Y se largó de mi vista.

El espectáculo continuó. Me moví con cuidado entre los clientes, lista para atenderlos.

Algunas de las bailarinas se acercaban al público, interactuando con gestos sutiles que mantenían la línea entre lo sensual y lo subjetivo. Las chicas que atendían las mesas seguían manteniendo su postura profesional, esquivando con gracia los comentarios inapropiados y las miradas persistentes.

Uno de los hombres, un tipo corpulento con una barba perfecta, intentó tomarle la mano a una de las chicas mientras ella le servía un trago. Ella se retiró con elegancia, respondiendo con una sonrisa que era a la vez cortés y distante.

Estaban consumiendo cocaína descaradamente, y todas parecíamos trompo yendo y viniendo con la cantidad de pedidos. El alcohol llevó a que una de las bailarinas se le subiera encima a él “prometido” y el no se cohibía en manosearla, mientras sus amigos le echaban porra para que siguiera.

Me detuve un momento a mirar cuando ella empezó a quitar la hebilla de su pantalón. Lo vi, vi el falo de ese hombre saliendo parado.

¡Santísimo!

¿Esto estaba permitido?

Miré a cada lado como si buscara encontrar a alguien tan desconcertado como yo, pero no, nadie parecía darle mayor relevancia a excepción de Lorena que parecía aterrada observando la escena.

Desvié la vista entregando el trago que iba a dejar.

Es incomodo trabajar así.

Levanté la vista hacia el “prometido”, la chica estaba haciendo lo suyo, lo tenía todo dentro de la boca mientras él la obligaba a engullirlo sujetándola del pelo.

Desvié la vista, intentando volver a la barra.

—Siéntate un rato muñeca —me invitó un hombre dando una palmadita a sus piernas, tenía un acento que no reconocí, pero se le entendía.

—No formo parte del espectáculo —contesté—. Estoy trabajando.

El tipo no insistió y yo seguí mi recorrido.

Había pasado un buen rato, y ya me dolían los pies de tantas vueltas. Estos eventos no me gustan, trabajó más y no puedo ver a Bruno. No lo había visto desde que me regaló el coche y de eso hace cuatro días.

Miré a donde suele sentarse cuando está en el casino y pellizqué con mis dientes la parte interna de mi mejilla.

Sin él la noche estaba aburrida, ya quería irme para mí casa.

—Dame agua —pedí a Joaquín ya en la barra.

—¿Es una orden?

—Sí.

Joaquín soltó una suave risa antes de pasarme una botella de cristal pequeña.

Mientras bebía agua, con la vista estuve observando y analizando cada detalle, como si estuviera buscando algo.

Todos parecían estar en los suyo, hasta que mis ojos se cruzaron con los del rubio, tenía una mirada un poco psicópata. Él me miró directamente, con una sonrisa que era a la vez invitación y desafío. Le dijo algo al hombre que tenía al lado y luego me lanzó una mirada más atrevida.

Me volví hacia Joaquín.

—No me encuentro bien, me duele la cabeza, quizás es por el trago que bebí al principio, lo sentí un poco fuerte —él me miró al instante—. Me voy a casa.

Joaquín asintió.

—¿Quieres un taxi?

—No. Gracias.

—Vete tranquila, yo le aviso a Frédéric.

Asentí.

Salí de la zona VIP. El bullicio quedó atrapado al otro lado, reemplazado por el silencio asfixiante del pasillo. Sentí un alivio pasajero, como si hubiera dejado un peso atrás, pero algo no estaba bien. No sabía qué era, pero mi cuerpo lo sabía.

Me dirigí al vestuario rápidamente, cambiándome en silencio. Unos pasos resonaban huecos en el suelo mientras me ponía mis jeans y mi camiseta negra. Guardé mi uniforme en la mochila y me la colgué en el hombro, lista para irme.

Volví a sentir pasos afuera del vestidor, como si alguien se paseara a mi espera.

—¿Hola?

No hubo respuesta.

Me asomé, con el corazón tamborileando, como si estuviera en una escena de terror, el sonido de los pasos desapareció.

No había nadie.

Cuando salí del casino, el aire frío de la noche me golpeó como un balde de agua helada. Caminé con la cabeza gacha, tratando de ignorar esa sensación persistente, esa pequeña voz en mi cabeza que me susurraba que algo no estaba bien.

Pero ahí estaba, esa sensación de ser observada.

Me detuve de golpe en medio de la acera y giré rápidamente. Nada. La calle estaba vacía, salvo por los postes de luz parpadeando débilmente y el eco lejano de algún motor. Respiré hondo y traté de calmarme.

—Solo estás paranoica —murmuré para mí misma apretando la correa de la mochila.

Seguí caminando, apurando un poco el paso. Pero no podía sacudirme esa sensación, como si unas sombras invisibles se deslizaran detrás de mí, siempre fuera de mi vista.

Entonces, me eché a correr.

Las calles se volvieron un borrón mientras corría hacia mi barrio. Era tarde, y las pocas personas que veía por el camino apenas me prestaban atención. Mi respiración era un eco irregular, y mis pies golpeaban el suelo con fuerza.

Doblé por una esquina, adentrándome en el barrio peligroso donde vivo. Los callejones oscuros y las luces rotas eran familiares, pero esta noche se sentían más amenazantes.

Llegué al edificio, pasando por al lado de mi coche nuevo, el cual tenía una lona negra que lo cubría por completo: Rocío lo había cubierto así para que no llamara la atención de los mañosos del barrio y fueran a querer robarlo por piezas. De momento había funcionado.

No me detuve ni siquiera a mirar nada, como si me persiguiera el mismísimo diablo cruce la puerta de la portería. Mi corazón martillaba en mi pecho mientras empujaba la puerta oxidada y me apresuraba a entrar, pero algo me detuvo en seco.

Una mano.

Firme, cálida y con fuerza, se cerró alrededor de mi brazo.

El grito que salió de mi garganta fue fuerte, casi desgarrador, resonando en el edificio entero. Me giré bruscamente, con el corazón en un puño, esperando encontrarme con lo peor.

Pero no era lo que esperaba.

—Cálmate, soy yo —reconocí su voz.

Mis ojos se ajustaron a la penumbra, y ahí estaba: Bruno.

Pensé rápidamente que él seguramente era quien me seguía, hasta que mis ojos se fueron hacia la puerta y supe que no: un tipo vestido de negro y con la cabeza baja atravesó la entrada de súbito, como una sombra.

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