El reloj de la mansión marcaba las 9:00 de la noche. La sala estaba en penumbras, iluminada por las luces cálidas del candelabro. Arianna había acostado a los gemelos y no permanecía en el sofá con una copa de vino entre las manos, aunque no había bebido ni una gota. Sus ojos estaban clavados en el fuego de la chimenea, como si allí buscaran respuestas que no llegaban.
La puerta de la mansión se abrió con un chirrido lento. Greco entró, todavía con el traje negro que había usado en la cena con la Reina Roja. Se quitó el saco y lo dejó caer sobre la mesa. Su rostro estaba serio, cargado de pensamientos.
Arianna se levantó de inmediato, pero no corrió a abrazarlo como solía. Lo miró con cautela, con una mezcla de amor y desconfianza que aún no se disolvía después de lo que habían vivido semanas atrás.
—¿Cómo salió todo? —preguntó ella con voz baja, como si temiera la respuesta.
Greco la miró fijamente, caminó hacia ella y la sostuvo de la barbilla con delicadeza.
—Conseguí lo que necesi