Creí conocer el verdadero significado del miedo... hasta que me enfrenté a él cara a cara. Mi nombre es Elena Vidal, periodista de investigación, testaruda, independiente, y lo suficientemente ingenua como para creer que podía enfrentar sola a una red internacional de terrorismo. Un error de cálculo. Uno que casi me cuesta la vida. Secuestrada, atrapada en tierras hostiles y sin saber en quién confiar, mi única oportunidad de sobrevivir es Marcus Blackthorne, el hombre que representa todo lo que desprecio: un operativo frío, calculador y despiadado… y mi viejo enemigo. Pero el peligro tiene la capacidad de desdibujar las líneas. Lo que antes era odio comienza a transformarse en una atracción prohibida, peligrosa, inevitable. Cuando el mundo entero parece haberse vuelto en mi contra, y cada segundo puede ser el último, debo decidir si puedo confiar en él… o si me romperá de la única forma que no podré soportar: desde dentro. Porque hay batallas que se luchan con armas. Y otras que se luchan con el corazón.
Ler maisA veces, el silencio grita más fuerte que cualquier explosión.
Lo sentí en el aire, justo antes de que todo se desmoronara. Esa sensación pegajosa de que algo no encaja. Como si el mundo estuviera conteniendo el aliento, esperando el golpe.
Eran las 08:37 de la mañana cuando entré a la embajada. El sol del desierto pegaba fuerte contra los ventanales y el café que sostenía en mi mano ya estaba casi frío. Mis tacones resonaban en el mármol del pasillo, y todo parecía… normal. Demasiado normal.
—¿Otra vez tarde, Elena? —dijo Samira con una sonrisa cómplice desde su escritorio.
Mi oficina estaba igual de fría que mi café. Me senté frente al monitor, revisando los informes de rutina. Archivos, patrones de comunicación, análisis de posibles amenazas... nada nuevo. Y sin embargo, había algo. Algo que no lograba definir.
Una llamada entró. Número desconocido.
Se cortó.
Tragué saliva. Intenté devolver la llamada, pero ya no existía. Me levanté, inquieta, y recorrí el pasillo hacia el área de comunicaciones. El zumbido en mi nuca era insistente, como un presentimiento con garras.
Entonces, sonó la alarma.
Primero fue un estallido lejano, como si el mundo hubiera tocido en seco. Después, el rugido de una explosión que hizo temblar los muros. Gritos. Cristales rotos. Disparos.
Corrí. No lo pensé. Solo corrí.
Alguien me empujó por un pasillo lateral. Una mano firme en mi brazo, voz autoritaria.
—¡¿Quién eres?! —grité, luchando contra el agarre.
No lo hice. Claro que no. Pateé. Mordí. Me revolví como una fiera hasta que algo me golpeó en el costado. El dolor fue como una ola helada. Perdí el aire.
Me arrastraron al exterior, entre el caos, y me subieron a un vehículo blindado. El motor rugió, y el silencio volvió. Esa clase de silencio que antecede a la tormenta.
No sé cuánto tiempo pasó. Minutos. Horas. Días, tal vez. La capucha me robaba el oxígeno, y el miedo se pegaba a mi piel como sudor.
Hasta que el vehículo se detuvo.
Me bajaron con brusquedad. Caminamos. Escuché puertas metálicas. Ecos de botas. Y finalmente, una celda.
Cuando me quitaron la capucha, la luz me cegó por un segundo. Parpadeé, y lo vi.
Al principio, mi mente no procesó lo que veía.
Cabello oscuro. Mandíbula marcada. Cicatriz apenas visible junto a la ceja izquierda. La misma arrogancia pintada en cada rasgo.
—¿Damián…?
Él sonrió. Maldito bastardo.
—Hola, princesa.
Mi cuerpo se tensó como una cuerda lista para romperse.
Se encogió de hombros, como si estuviera hablando del clima.
Me lancé contra los barrotes. Él no se movió ni un centímetro.
Su mirada se oscureció apenas un segundo.
—¡No me salvaste nada! ¡Me arruinaste!
Su risa fue baja, rasposa, y absolutamente irritante.
Mi corazón tamborileaba como loco, pero mi voz salió afilada.
Se acercó, despacio. Apoyó una mano en los barrotes. Tan cerca que pude oler el cuero y la pólvora en su ropa.
—Quiero respuestas. Y tú eres la única que puede dármelas.
—¿Respuestas? ¿Después de todo?
—Esto no es un rescate, Elena. Esto es una cacería. Y tú eres mi única pista.
Lo odié. Con cada fibra de mi cuerpo. Lo odié por su voz, por sus palabras, por su cercanía. Por todo lo que hacía que mi estómago se enredara y mi garganta ardiera.
—Estás loco.
—Y tú… —se inclinó un poco más, su aliento rozando mi piel— sigues mintiéndote a ti misma.
Se giró para irse.
—¿A dónde crees que vas? —exigí.
Se detuvo justo en el umbral, sin volver la vista.
—¿Me extrañaste, princesa? —preguntó con una sonrisa torcida mientras cerraba la celda desde fuera.
Y el eco de su voz fue lo único que quedó en la oscuridad.
El sonido metálico de la puerta cerrándose me atravesó como un disparo.
El bastardo había tenido la osadía de preguntarme si lo había extrañado.
Con un “princesa” incluido, como si aún tuviera el derecho de pronunciar esa palabra con esa voz suya, grave, densa, rasgada por el humo y los secretos.
No respondí. No porque no tuviera qué decir, sino porque si abría la boca, iba a gritar. Y no iba a darle el gusto.
En lugar de eso, di media vuelta en la celda estrecha y respiré hondo. Las paredes eran de concreto, el techo bajo, apenas una bombilla colgando desde el centro como un ojo que todo lo ve. No había cama, solo una colchoneta sucia en un rincón. Sin ventanas. Solo una rejilla en lo alto de la puerta, de donde fluía un aire tibio con olor a arena y metal.
No sabía dónde estaba, pero por el calor y la sequedad del ambiente, apostaría lo que me quedaba de dignidad a que seguía en algún rincón olvidado del desierto. Medio Oriente, probablemente.
Me abracé a mí misma, no por frío —hacía un calor asfixiante—, sino por instinto. Una forma de mantener mis pedazos juntos.
Damián Kane.
No era un nombre cualquiera en mi vida.
Había sido el hombre en quien más confié durante una operación en Siria, tres años atrás. Mi contacto encubierto. Mi sombra silenciosa. El que me susurraba coordenadas en la oscuridad y me protegía sin que nadie lo supiera. Hasta que no lo hizo. Hasta que se vendió al mejor postor, desapareció en el momento crítico y dejó que el operativo se fuera al infierno.
El informe oficial decía que había muerto en una emboscada.
Idiota.
Y ahora estaba ahí. Vivo. Burlón. Y claramente con algún plan torcido en marcha.
Di vueltas en la celda como una fiera encerrada, cada paso aumentando mi rabia, cada recuerdo escarbando más profundo.
No podía perder el control. Eso era lo que él quería. Provocarme, hacerme perder la cabeza. No le iba a dar esa ventaja.
Me acerqué a la puerta, pegué la oreja contra el metal. Nada. Ni voces, ni pasos. Solo ese zumbido molesto de la luz y mi respiración acelerada.
Pensé en Samira. En los gritos, en las bombas. ¿Estaría viva? ¿Los demás…?
Me obligué a dejar de pensar. Necesitaba centrarme. Observar. Analizar.
Como me entrenaron.
Una rendija cerca del piso dejaba pasar un hilo de aire más fresco. Un sistema de ventilación antiguo, tal vez. Demasiado estrecho para escapar, pero lo suficiente para que pasara el sonido. Me tumbé boca abajo, aguzando el oído.
—¿Sabías que tienes la costumbre de fruncir el ceño cuando piensas demasiado?
Me incorporé de golpe, con el corazón desbocado.
Su voz.
Damián.
—¿Estás espiándome ahora? —espeté, buscando la dirección del sonido.
—No necesito espiarte. Esta celda tiene micrófonos. Y cámaras. Básicamente, me estás dando un show gratis.
—¿Siempre fuiste tan asquerosamente arrogante o lo perfeccionaste en el infierno?
Rió. Esa risa baja, oscura, que me daba ganas de arrancarle la garganta y besarle la boca al mismo tiempo.
—Te extrañé, Elena. Tu veneno. Tus insultos con filo.
—Y yo no extrañé tu traición.
Silencio. Solo por un segundo. Pero lo suficiente para que supiera que la palabra lo había tocado. Aunque fuera una fibra pequeña y oxidada.
—No fue una traición —dijo finalmente, con un tono más seco—. Fue supervivencia.
—Lo que tú llames. Para mí fue el momento exacto en que decidí que si te volvía a ver, te escupiría en la cara.
—Apunta bien entonces. Estaré esperándolo.
Mordí mi labio para no gritar. O llorar. O ambas.
—¿Qué es esto, Damián? ¿Por qué estoy aquí? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué papel juegas tú?
Nada. Por un momento pensé que se había ido.
Entonces la rendija se iluminó. Una sombra proyectada desde el otro lado. Estaba allí, del otro lado de la puerta. Lo sabía. Lo sentía.
—No eres una prisionera, Elena. No como crees.
—¿Ah, no? ¿Y esta celda qué es? ¿Una suite de hotel con estilo minimalista postapocalíptico?
—Estás aquí porque alguien te quiere muerta. Y yo soy la única razón por la que sigues respirando.
El estómago se me contrajo.
—¿Quién? ¿Quién me quiere muerta?
—Eso es lo que vamos a averiguar.
—¿“Vamos”? —repetí, con el sarcasmo cargado como un cuchillo—. No hay ningún “vamos”, Kane.
—No tienes otra opción, princesa. Aquí fuera todos quieren tu cabeza. Y yo… soy el diablo que conoces.
Se fue. Lo supe por el eco de sus pasos alejándose.
Me dejé caer contra la pared. El calor se me había metido en los huesos, pero no era por el clima. Era rabia. Confusión. Miedo.
Y algo más.
Algo que no debería estar ahí.
Ese estremecimiento involuntario cuando su voz rozaba la parte de mí que creía muerta.
Él me había traicionado. Yo lo odiaba. Pero aún así… aún así…
Mi mente volvió a esa última noche. A sus labios en mi cuello, sus dedos deslizándose por mi espalda mientras las sombras nos cubrían. A su voz prometiéndome que todo iba a salir bien.
Mentiras.
Me dejé caer en la colchoneta, con los puños apretados, los ojos abiertos, la respiración temblorosa.
El silencio volvió. Ese maldito eco del silencio.
Pero esta vez, no estaba sola.
Y eso lo hacía aún más peligroso.
El amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación del hotel en Lisboa. Contemplé los rayos dorados que dibujaban patrones sobre las sábanas arrugadas mientras escuchaba la respiración acompasada de Marcus a mi lado. Aún me resultaba extraño llamarlo por su nombre de pila después de tanto tiempo conociéndolo como Blackthorne, el operativo sin escrúpulos, el hombre que representaba todo lo que yo despreciaba.Qué equivocada estaba.Me incorporé ligeramente, apoyándome sobre mi codo para observarlo dormir. Su rostro, normalmente tenso y vigilante, mostraba una serenidad que pocas veces le había visto. Las cicatrices que cruzaban su torso contaban historias de batallas que nunca había compartido conmigo hasta hace poco. Cada marca era un capítulo de su vida dedicada a proteger a otros, incluso cuando nadie le agradecía por ello.Tres meses atrás, cuando me encontraba atada en aquel sótano en Damasco, jamás hubiera imaginado que terminaría aquí, contemplando el rostro del hombre qu
DamianEl amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación del hotel en Madrid. Observé cómo la luz dibujaba patrones sobre la piel de Elena mientras dormía. Su respiración era tranquila, rítmica, como si finalmente hubiera encontrado paz después de tanto caos. Tenía una pequeña cicatriz en el hombro, recuerdo de nuestra huida de Damasco. La rocé con la yema de mis dedos, tan suavemente que no despertó.Nunca fui un hombre de contemplaciones. En mi mundo, detenerse a observar significaba morir. Pero ahora, mirando a esta mujer que había puesto mi existencia patas arriba, me permití el lujo de la quietud.Hace tres meses, era Marcus Blackthorne, operativo de élite, un fantasma sin ataduras ni remordimientos. Ahora, después de todo lo vivido, ya no estaba seguro de quién era. O quizás, por primera vez, lo sabía con claridad.Elena se removió ligeramente, sus párpados temblaron antes de abrirse. Sus ojos, esos que me habían mirado con desprecio la primera vez, ahora me observaban c
El fuego se extendía por el pasillo mientras corríamos agachados, esquivando los escombros que caían del techo. Las alarmas ensordecedoras rebotaban contra las paredes metálicas de la base, creando un caos que, paradójicamente, nos beneficiaba. La confusión era nuestra aliada.—¡Por aquí! —gritó Marcus, tirando de mi mano con fuerza mientras doblábamos en una esquina.Su espalda se tensaba bajo la camiseta negra empapada de sudor. Llevábamos más de una hora infiltrados en la base enemiga, y cada minuto aumentaba el riesgo de que nos descubrieran. O peor, que la información que buscábamos ardiera junto con el edificio.—El servidor debe estar en el siguiente nivel —dije, consultando el mapa mental que había memorizado durante nuestros días de planificación—. Si las explosiones siguen este ritmo, tenemos menos de quince minutos.Marcus se detuvo abruptamente, girándose hacia mí. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ahora brillaban con una intensidad que me robó el aliento.—Elena
DamianLa noche caía sobre el refugio como un manto de terciopelo negro. Observé a Elena a través de la ventana mientras ella contemplaba el horizonte, ajena a mi mirada. Su perfil recortado contra el crepúsculo me robó el aliento, como siempre lo hacía. Llevaba días intentando mantener la distancia profesional que me había autoimpuesto, pero cada hora que pasaba se volvía una tortura más insoportable.Había algo en la forma en que la luz moribunda del día acariciaba su rostro que me desarmaba por completo. Elena Vidal, la periodista testaruda que había entrado en mi vida como un huracán, ahora permanecía en silencio, vulnerable, hermosa en su quietud.Me acerqué sin hacer ruido, pero ella percibió mi presencia. Siempre lo hacía.—Damián —murmuró sin voltearse—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?—El suficiente para saber que algo te preocupa —respondí, colocándome a su lado.El aire entre nosotros se cargó de electricidad, como siempre ocurría cuando estábamos demasiado cerca. Podía sentir e
El amanecer se filtraba por las rendijas de la persiana, dibujando líneas doradas sobre el mapa desplegado en la mesa. Mis dedos recorrían las rutas de escape mientras mi mente calculaba tiempos, distancias y probabilidades. Tres días habíamos pasado encerrados en este apartamento franco en las afueras de Estambul, planeando cada detalle de lo que sería nuestra última jugada.—Tenemos que movernos hoy —dije sin apartar la mirada del mapa—. Cada hora que pasa aumenta las posibilidades de que nos encuentren.Marcus, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, asintió. Las ojeras bajo sus ojos revelaban que había dormido tan poco como yo.—La entrega está programada para las 19:00 horas en el Gran Bazar. Tendremos exactamente veintidós minutos para interceptar el paquete, extraer la información y desaparecer antes de que se den cuenta.Alcé la vista hacia él. Su rostro mostraba esa expresión impenetrable que tanto me había irritado cuando nos conocimos. Ahora, sin embargo, encontrab
DamianEl desierto se extendía ante nosotros como un océano de arena dorada bajo el sol implacable. Desde nuestra posición elevada, podía ver el complejo a menos de un kilómetro de distancia: un conjunto de edificios bajos de hormigón, rodeados por una alambrada perimetral y torres de vigilancia. La guarida de Khalid.Ajusté el visor de mi rifle de francotirador, enfocando la entrada principal. Tres guardias. Dos vehículos blindados. Sistemas de seguridad visibles en cada esquina. Nada que no hubiéramos anticipado.—Tenemos quince minutos antes del cambio de guardia —murmuré, sin apartar la vista del objetivo.Elena estaba a mi lado, tumbada sobre la arena, con unos prismáticos de visión térmica. Su respiración era constante, controlada. Ya no era la periodista asustada que había rescatado semanas atrás. Ahora se movía con la precisión de alguien entrenado, aunque seguía manteniendo esa chispa de humanidad que yo había perdido hace tiempo.—Veo movimiento en el ala este —respondió ell
Último capítulo