El miedo tiene un sabor particular. Metálico, como sangre en la boca. Así me sentía mientras observaba a Marcus dormir en el rincón de nuestra improvisada guarida. La luz mortecina que se filtraba por las rendijas de la ventana tapiada dibujaba sombras sobre su rostro, suavizando por un momento sus facciones duras. Parecía casi vulnerable. Casi humano.
Qué engañosa podía ser la apariencia.
Llevábamos tres días moviéndonos entre las sombras, evitando las patrullas, sobreviviendo con lo mínimo. Tres días desde que decidí, contra todo sentido común, confiar en el hombre que había jurado destruir mi carrera. La ironía no se me escapaba: mi vida ahora dependía de las mismas manos que habían intentado silenciarme.
—Deberías descansar —su voz me sobresaltó. No estaba dormido después de todo.
—Alguien tiene que vigilar —respondí, sin apartar la mirada del mapa que había estado estudiando.
Marcus se incorporó con un movimiento fluido que delataba su entrenamiento militar. Se acercó y se sentó