El túnel se estrechaba a medida que avanzábamos, como si la tierra misma conspirara para asfixiarnos. La humedad se adhería a mi piel igual que un sudario, y el eco de nuestros pasos rebotaba contra las paredes de piedra, amplificando cada movimiento. Damián caminaba delante de mí, su silueta recortada contra la penumbra, apenas iluminada por la linterna que sostenía con firmeza.
Observé su espalda, ancha y tensa bajo la camiseta negra. Cuántas veces había confiado en esa misma espalda, creyendo que me protegería de cualquier amenaza. Qué ingenua había sido.
—Mantén el ritmo, Elena —murmuró sin voltearse—. No podemos permitirnos descansos.
Su voz, grave y controlada, despertó en mí recuerdos que creía enterrados. Kabul, tres años atrás. El mismo tono autoritario mientras me instruía sobre cómo moverme en territorio hostil. "Confía en mí", me había dicho entonces. Y lo hice, completamente.
—No me des órdenes —respondí, acelerando el paso hasta colocarme a su lado—. Ya no soy la novata que necesitaba tu guía.
Una sonrisa fugaz cruzó su rostro, apenas visible en la penumbra.
—Nunca lo fuiste. Ese fue mi error.
El túnel se bifurcaba ante nosotros. Damián se detuvo, estudiando ambos caminos con la meticulosidad que lo caracterizaba. Aproveché ese momento para analizar nuestro entorno. Las paredes mostraban signos de antigüedad: musgo en las esquinas, pequeñas filtraciones de agua que formaban charcos en el suelo irregular. Este pasadizo debía tener décadas, quizás siglos. Me pregunté cuántas personas habrían transitado por aquí, escapando de sus propios demonios.
—¿Cómo encontraste este lugar? —pregunté, intentando que mi voz sonara casual, profesional. Como si estuviera entrevistando a una fuente y no al hombre que había destrozado mi confianza.
—Tengo mis recursos —respondió, eligiendo el camino de la derecha—. Algunos contactos que no aparecen en los informes oficiales.
—Como los que te ayudaron a traicionarme en Estambul.
Las palabras escaparon de mi boca antes de poder contenerlas. Damián se detuvo tan abruptamente que casi choqué contra él. Se giró lentamente, y la luz de la linterna iluminó parcialmente su rostro, destacando la cicatriz que cruzaba su ceja izquierda. Una cicatriz que no estaba allí la última vez que nos vimos.
—Estambul no fue lo que crees —dijo con una calma que contrastaba con la intensidad de su mirada—. Algún día entenderás que hay decisiones que se toman no por lo que queremos, sino por lo que debemos hacer.
—Ahórrate la filosofía barata —repliqué, sintiendo cómo la ira ascendía por mi garganta—. Me entregaste a esos hombres. Me dejaste a mi suerte.
—Te saqué de allí, Elena. Cuando todo se complicó, volví por ti.
—Después de tres días de interrogatorios. Después de que casi...
Un sonido distante interrumpió nuestra discusión. Algo metálico, como el roce de un arma contra una superficie dura. Damián apagó inmediatamente la linterna, sumiéndonos en una oscuridad absoluta. Sentí su mano en mi brazo, tirando de mí hacia la pared. Su cuerpo se pegó al mío, protegiéndome instintivamente.
El silencio se volvió opresivo. Solo podía escuchar nuestras respiraciones contenidas y el latido desbocado de mi corazón. La cercanía de Damián despertaba sensaciones contradictorias: repulsión, miedo, pero también una familiaridad perturbadora. Su aliento rozaba mi mejilla mientras permanecíamos inmóviles.
Otro sonido, más cercano. Pasos cautelosos.
—No te muevas —susurró tan cerca de mi oído que sentí un escalofrío recorrer mi columna—. Respira lentamente.
Mi entrenamiento como periodista en zonas de conflicto afloró automáticamente. Controlé mi respiración, agucé mis sentidos. La oscuridad, que segundos antes me parecía impenetrable, comenzaba a revelar formas difusas. Distinguí una pequeña hendidura en la pared opuesta, posiblemente otra bifurcación que no habíamos notado.
Los pasos se acercaban. Damián tensó su cuerpo, preparándose para lo que fuera. Sentí cómo deslizaba lentamente su mano hacia la cintura, donde seguramente llevaba un arma. Mi mente calculaba posibilidades, rutas de escape, opciones de defensa.
Un recuerdo emergió súbitamente: Damián enseñándome a moverme en la oscuridad durante nuestro tiempo en Afganistán. "Usa todos tus sentidos", me había dicho. "La vista es solo uno de ellos, y a menudo el menos fiable".
Cerré los ojos, concentrándome en los sonidos. Los pasos se habían detenido. Luego, un murmullo, palabras intercambiadas en un idioma que reconocí como árabe dialectal. Al menos dos personas, posiblemente tres.
—La bifurcación —susurré apenas audiblemente—. A nuestra izquierda.
Sentí la sorpresa de Damián en la forma en que su cuerpo se tensó aún más.
—¿Estás segura?
—Confía en mí —respondí, usando deliberadamente sus propias palabras contra él.
Sin esperar respuesta, me deslicé silenciosamente hacia donde había detectado la apertura, guiándome por el tacto y la memoria espacial. Damián me siguió, su presencia una sombra constante a mi espalda. Encontré la hendidura con mis manos, confirmando mi intuición: un pasadizo estrecho, apenas lo suficiente para que pasáramos de costado.
Nos adentramos justo cuando una luz débil comenzaba a iluminar el túnel principal. Voces airadas, órdenes ladradas en árabe. Nos habían seguido, tal como temía.
El pasadizo secundario descendía bruscamente. Avanzamos a ciegas, guiándonos por las paredes húmedas. Cada paso era un acto de fe, cada respiración un ejercicio de control. Después de lo que pareció una eternidad, Damián encendió nuevamente la linterna, revelando que el túnel se ensanchaba en una pequeña cámara natural.
—Impresionante —murmuró, estudiándome con una expresión que no supe interpretar—. Tu instinto sigue siendo excepcional.
—No es instinto —respondí, recuperando el aliento—. Es observación y análisis. Mi trabajo.
—Tu don —corrigió, y por un momento vi en sus ojos algo parecido al orgullo—. Siempre fuiste mejor que cualquiera de nosotros para detectar lo que otros pasaban por alto.
El cumplido me descolocó. Este era el Damián que había conocido antes, el que me había entrenado, el que había creído en mis capacidades cuando nadie más lo hacía. No el hombre que me había traicionado en Estambul.
—¿Quiénes son? —pregunté, cambiando de tema—. ¿Los mismos de antes?
—No —respondió, revisando su arma con movimientos precisos—. Estos son locales. Mercenarios contratados para rastrear y eliminar.
—¿Eliminar? —La palabra quedó suspendida entre nosotros.
—A ti, principalmente —dijo con una franqueza brutal—. Yo soy solo un obstáculo en su camino.
La realidad de nuestra situación me golpeó con renovada fuerza. No era solo una periodista atrapada en territorio hostil; era un objetivo específico. Alguien quería silenciarme permanentemente.
—Por lo que descubrí —concluí, conectando los puntos—. La información sobre la red de tráfico de armas.
Damián asintió lentamente.
—Has removido un avispero, Elena. Y las avispas están furiosas.
Me apoyé contra la pared, sintiendo el peso de cada decisión que me había llevado hasta este momento. La investigación que había iniciado meses atrás, las fuentes que había cultivado cuidadosamente, los riesgos calculados que había tomado. Todo para exponer una verdad que algunos preferían mantener enterrada.
—No me arrepiento —dije finalmente—. Si vamos a morir aquí, que sea por algo que valga la pena.
Una sonrisa genuina iluminó el rostro de Damián, transformándolo por completo.
—Esa es la Elena que conozco —dijo, y por un instante, solo un instante, volví a sentir aquella conexión que alguna vez nos había unido—. Y no vamos a morir aquí. No mientras yo pueda evitarlo.
Quise creerle. A pesar de todo, quise creer que el hombre que una vez había confiado en mí seguía ahí, bajo capas de secretos y decisiones cuestionables. Pero la experiencia me había enseñado una dura lección: en este mundo, la confianza es un lujo que no podía permitirme.
Cada paso con Damián era caminar sobre hielo fino. Cada palabra compartida, cada mirada intercambiada, era un riesgo. No solo físico, sino emocional. Porque lo más peligroso no eran los hombres que nos perseguían, sino la posibilidad de volver a confiar en él... y volver a equivocarme.