El refugio era poco más que un cobertizo abandonado en medio de la nada. Cuatro paredes de madera desgastada, un techo que amenazaba con ceder ante la próxima tormenta y una única ventana cubierta con tablones. Damián había insistido en que era seguro, al menos por esta noche. Yo no estaba tan convencida.
—No es el Ritz, pero servirá —dijo mientras aseguraba la puerta con una barra de metal oxidado.
El silencio que nos rodeaba era casi tangible. Afuera, la noche había caído como un manto pesado sobre el paisaje desértico. Dentro, solo teníamos la luz tenue de una lámpara de aceite que Damián había encontrado en algún rincón polvoriento.
Me senté en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. El cansancio me pesaba en cada músculo, pero mi mente seguía alerta, incapaz de bajar la guardia. Observé a Damián moverse por el espacio reducido con esa eficiencia militar que tanto me irritaba. Cada movimiento calculado, cada gesto preciso. Como si fuera una máquina programada para sobrevivi