El silencio entre nosotros era tan denso que podría cortarse con un cuchillo. Observé a Marcus de reojo mientras conducía por caminos secundarios, alejándonos cada vez más de la ciudad. Sus manos firmes sobre el volante, su mandíbula tensa, su mirada fija en el horizonte. ¿Cómo podía alguien tan frío, tan calculador, haberme salvado la vida? ¿Y por qué me molestaba tanto que lo hubiera hecho? —Deja de analizarme, Elena —dijo sin apartar la vista de la carretera—. Puedo sentir tus ojos taladrándome. Desvié la mirada hacia la ventanilla, irritada por su capacidad para leerme con tanta facilidad. —No te estaba analizando. Solo me preguntaba cuánto tiempo más vamos a seguir conduciendo sin rumbo. —Tenemos rumbo. Y no, no voy a decirte cuál es. Resoplé, cruzándome de brazos. —¿Siempre eres así de comunicativo o es un privilegio exclusivo para mí? Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios. —Es parte de mi encanto natural. El paisaje urbano había quedado atrás, dando paso a extensiones de tierra árida y montañas distantes. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rojizos. En otras circunstancias, habría encontrado belleza en ese atardecer. Ahora solo veía un reloj implacable marcando el tiempo que me quedaba para salir con vida de este infierno. Tras casi dos horas de viaje, Marcus giró en un camino de tierra apenas visible entre la vegetación. El vehículo se sacudió violentamente mientras avanzábamos por el terreno irregular. —¿Dónde estamos? —pregunté, aferrándome al asiento. —En un lugar seguro. Por ahora. Al final del camino apareció una pequeña cabaña de madera, casi oculta entre los árboles. Parecía abandonada, con las ventanas cubiertas de polvo y la pintura desconchada. Marcus detuvo el vehículo y apagó el motor. —Casa dulce casa —murmuró con ironía—. Al menos por esta noche. Entramos en la cabaña tras comprobar que no hubiera peligro. El interior era austero: una mesa con dos sillas, un sofá desgastado, una pequeña cocina y una puerta que supuse daba a un dormitorio. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo, pero sorprendentemente limpio para ser un lugar abandonado. —¿Uno de tus escondites secretos? —pregunté mientras inspeccionaba el lugar. —Algo así. Nadie conoce su existencia excepto yo... y ahora tú. Esas últimas palabras resonaron en mi cabeza. "Y ahora tú". ¿Era una amenaza velada? ¿Un recordatorio de que sabía demasiado? ¿O simplemente una constatación de hechos? Marcus se dirigió a un armario y sacó algunas latas de comida, botellas de agua y un botiquín. —Siéntate —ordenó, señalando una de las sillas—. Necesito revisar esa herida. —Estoy bien —protesté, aunque el dolor punzante en mi brazo decía lo contrario. —No estás bien, y lo sabes. Deja de ser tan testaruda por una vez en tu vida. Me senté a regañadientes, permitiendo que examinara la herida. Sus dedos, sorprendentemente gentiles para un hombre de su tamaño y profesión, retiraron el vendaje improvisado. Contuve un gemido cuando el antiséptico tocó la carne viva. —No es profunda, pero podría infectarse —murmuró mientras limpiaba la herida con meticulosidad—. Tienes suerte. —¿Llamas a esto suerte? —repliqué con amargura—. Estar atrapada en medio de la nada con un asesino a sueldo mientras media docena de terroristas me buscan para matarme. Sí, definitivamente la suerte está de mi lado. Sus ojos se encontraron con los míos, intensos, impenetrables. —Podrías estar muerta. Así que sí, tienes suerte. Guardé silencio mientras terminaba de vendarme el brazo. La proximidad de su cuerpo al mío me ponía nerviosa, aunque me negaba a admitirlo. Había algo en Marcus Blackthorne que despertaba en mí sensaciones contradictorias: desconfianza, miedo, pero también una inexplicable atracción que me enfurecía. Cuando terminó, se alejó para preparar algo de comer. Lo observé moverse por la pequeña cocina con la eficiencia de quien está acostumbrado a valerse por sí mismo. Cada uno de sus movimientos parecía calculado, preciso, como si incluso en las tareas más mundanas mantuviera el control absoluto. —¿Por qué me ayudas, Marcus? —pregunté finalmente—. Y no me vengas con esa historia de que es tu trabajo. Ambos sabemos que podrías haberme entregado y cobrar tu recompensa. Se detuvo un momento, dándome la espalda. —Quizás no soy el monstruo que crees que soy. —O quizás tienes tus propios planes para mí. Se giró lentamente, su rostro una máscara impenetrable. —¿Qué es lo que realmente quieres saber, Elena? ¿Si puedes confiar en mí? La respuesta es simple: no tienes otra opción. Sus palabras me golpearon con la fuerza de la verdad. No tenía otra opción. Estaba atrapada en un país hostil, perseguida por terroristas, con información que podría desencadenar una crisis internacional. Y mi única salida era este hombre enigmático que representaba todo lo que había combatido como periodista. —Necesito revisar la información —dije, cambiando de tema—. Si vamos a salir de aquí con vida, tengo que entender exactamente qué es lo que tengo. Marcus asintió, sirviendo dos platos de comida enlatada caliente. —Después de comer. Necesitas recuperar fuerzas. Comimos en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. La noche había caído completamente, y el único sonido era el de los insectos nocturnos y el viento entre los árboles. En ese momento de calma aparente, la magnitud de mi situación me golpeó con toda su fuerza. Estaba jugando un juego mortal, y las reglas cambiaban constantemente. Tras la cena, saqué la memoria USB que había ocultado en el forro de mi chaqueta. La pequeña pieza de plástico negro parecía inofensiva, pero contenía suficiente información para derribar gobiernos. —Necesito un ordenador —dije, sosteniendo la memoria entre mis dedos. Marcus se levantó y regresó con un portátil desgastado. —Batería limitada y conexión satelital mínima. Úsalo con prudencia. Mientras el sistema arrancaba, sentí su mirada sobre mí. Intensa. Evaluadora. —¿Qué? —pregunté, incómoda. —Me pregunto hasta qué punto eres consciente de lo que has descubierto. Introduje la memoria y comencé a revisar los archivos. Documentos, fotografías, coordenadas. Nombres de políticos, empresarios, militares. Una red intrincada de corrupción y terrorismo que se extendía por tres continentes. —Dios mío... —murmuré mientras las piezas encajaban—. Es mucho peor de lo que pensaba. Marcus se inclinó sobre mi hombro, su aliento cálido en mi cuello. —Ahora entiendes por qué te quieren muerta. Me estremecí, no solo por la gravedad de la información, sino por su cercanía. Por un instante, nuestras miradas se encontraron, y algo indefinible pasó entre nosotros. Algo peligroso. Algo que no podía permitirme sentir. Me aparté bruscamente, cerrando el portátil. —Necesito pensar. Planificar nuestro siguiente movimiento. —¿Nuestro? —preguntó con una ceja arqueada—. Vaya, parece que has decidido confiar en mí después de todo. —No confío en ti —respondí con firmeza—. Pero como tú mismo has dicho, no tengo otra opción. Se acercó, invadiendo mi espacio personal. Su rostro a centímetros del mío. —Sí la tienes, Elena. Siempre hay opciones. La pregunta es: ¿estás dispuesta a aceptar las consecuencias de las tuyas? En ese momento, atrapada entre su cuerpo y la mesa, comprendí que mi dilema iba más allá de la supervivencia física. Era una batalla interna entre mi independencia y la necesidad de confiar en alguien más. Entre mi orgullo y mi instinto de supervivencia. —Colaboraré contigo —dije finalmente, sosteniendo su mirada—. Pero con mis condiciones. Esta es mi historia, mi investigación. Y cuando salgamos de aquí, seré yo quien decida qué hacer con ella. Una sonrisa enigmática se dibujó en sus labios. —Como desees, periodista. Pero recuerda: en este juego, las reglas cambian constantemente. Se alejó, dejándome con la sensación de haber hecho un pacto con el diablo. Un diablo cuyos ojos me perseguían incluso cuando cerraba los míos. Esa noche, mientras Marcus montaba guardia y yo intentaba descansar en el desvencijado sofá, tomé una decisión. Sobreviviría. Saldría de este infierno. Y lo haría en mis propios términos, incluso si eso significaba bailar con el enemigo. Porque a veces, las sombras más peligrosas no son las que nos acechan desde fuera, sino las que compartimos con quienes menos esperamos.