El dolor en mi pierna era como un latido constante, un recordatorio pulsante de mi vulnerabilidad. Cada paso que daba por el terreno irregular era una pequeña tortura, pero me negaba a mostrar debilidad. No frente a él. No frente a Damián.
Caminábamos en silencio por un sendero estrecho entre la vegetación. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados que en otra situación habría encontrado hermosos. Pero la belleza del atardecer contrastaba cruelmente con la oscuridad que sentía por dentro.
—Deberíamos descansar —dijo Damián, rompiendo el silencio que nos había acompañado durante la última hora—. Tu pierna necesita reposo.
—Mi pierna está bien —respondí cortante, apretando los dientes mientras daba otro paso doloroso.
—Elena, puedo ver cómo te estremeces cada vez que apoyas el pie. No estamos en una competencia de resistencia.
Me detuve y lo miré directamente a los ojos. Esos ojos que alguna vez me habían parecido sinceros. Esos ojos que me habían mentido.
—¿Ah