Atrapada en una jaula de oro, una joven de 21 años sobrevive entre el lujo y la indiferencia. Criada por una madre sumisa y un padrastro controlador que jamás ha ocultado su desprecio, vive marcada por el abandono, el rechazo y una vida decidida por otros. Aunque todo a su alrededor parece perfecto, en su interior solo hay vacío. Un romance con el hijo de un magnate se convierte en su único refugio, pero también en una pieza más dentro del juego de poder que su padrastro manipula a conveniencia. Cuando la traición golpea de la forma más cruel, ella rompe con todo. Ya no quiere ser una víctima, y esa noche de rebeldía en un bar lo cambia todo. Él es mayor, enigmático y parece cargar con sus propios demonios. Lo que empieza como una noche sin promesas, se convierte en una conexión inesperada... hasta que la verdad sale a la luz: viven bajo el mismo techo y están unidos por la figura que ambos detestan.
Leer másÁlvaro Duarte
—¿A dónde lo llevo, joven? —preguntó el taxista del aeropuerto, con un dejo de curiosidad en la voz.
—A la residencia de los Duarte, al norte, por favor. —Mi tono era firme y seguro. No hacía falta entrar en detalles; mi apellido hablaba por sí solo. Mi padre era un nombre conocido en la ciudad, propietario de una fábrica de asientos para automóviles que abastecía a Industrias Cazares, una de las empresas más importantes del país.
Era mi primera vez en la Capital después de diez largos años viviendo en el extranjero. Me sentía extraño, como si un vacío emocional se hubiese instalado en mi pecho. Si hubiese sido por mí, nunca habría regresado, pero mi padre fue insistente. Me recordó, una y otra vez, que la educación que me dio no era para que trabajara en una empresa extranjera, sino para que regresara a apoyar el negocio familiar.
Miré por la ventana del taxi, dejando que los recuerdos me asaltaran. Tenía quince años cuando mi madre falleció. Seis meses después, mi padre cometió el descaro de llevar a casa a una mujer que pronto se convirtió en su esposa. El rencor todavía me quemaba por dentro. Él parecía haber encontrado la felicidad mientras mi hermana Mara y yo nos ahogábamos en el dolor de haber perdido a nuestra madre.
Cerré los ojos y tragué saliva. Aún sentía el peso del recuerdo de ella: una mujer cariñosa y entregada. Su ausencia era una herida que nunca terminaba de cerrar. A veces me preguntaba si alguna vez podría superarla.
Damiana Torres. Su nombre me provocaba un sabor amargo en la boca. Había sido la secretaria de mi padre cuando mi madre falleció. Ahora, al ser mayor, no podía evitar pensar que su relación había comenzado mucho antes. Ese pensamiento me corroía por dentro. Fue por ella que le pedí a mi padre que me enviara al extranjero. No soportaba verla ocupar el lugar de mi madre, adueñándose de todo como si le perteneciera.
Damiana tenía una hija, Emilia. Nunca podré olvidar cómo me miraba. Sus ojos oscuros eran insondables, como la noche misma. Recuerdo cómo sus mejillas se sonrojaban con el frío, haciendo que su piel pareciera más pálida y etérea. Inspiré hondo, intentando calmar la tensión en mi espalda. Sabía que pronto tendría que volver a verlas, y no habría forma de evitar su cercanía.
Mis años en el extranjero habían sido un refugio. Terminar el instituto en North Houston Early College, en Texas, me permitió alejarme del caos de mi familia. Luego me mudé a Berkeley para estudiar negocios internacionales en la Universidad de California. Aquellos fueron buenos tiempos: fiestas de la facultad, chicas, amigos… una vida de libertad y soledad que aprendí a amar. Después de graduarme, trabajé en varias empresas, forjando mi propio camino.
Y sin embargo, aquí estaba, de regreso en la Capital. Había accedido porque mi objetivo era claro, aprender a manejar la fábrica que, en realidad, ni siquiera era de mi padre. Todo lo que teníamos pertenecía a mi madre. Cuando se casaron, él era apenas un empleado más en la empresa de mi abuelo. Pero cuando surgío una oportunidad irrechazable, mi abuelo confió en mi madre, cediéndole la empresa. Ella, joven y recién casada, creyó en la promesa de un futuro compartido.
Hace unos días, mi hermana Mara me dio una noticia que me dejó intrigado. Resulta que mi hermanastra Emilia estaba de novia con el hijo de uno de los magnates más ricos del país. Irónicamente, ese hombre era el mismo con quien mi padre había hecho negocios durante años, el dueño de Industrias Cazares.
La ironía era tan amarga como dulce. Si algo había aprendido en mi vida era que las coincidencias no existían. Todo formaba parte de un juego calculado.
No pienso permitir que nadie se quede con lo que por derecho me pertenece. Necesitaba descubrir cuáles eran las verdaderas intenciones de mi padre con la familia Cazares.
La casa de mis padres estaba ubicada en un sector exclusivo al norte de la ciudad. Cuando me mudé al extranjero, no había mucho alrededor, y el acceso era únicamente por auto. Ahora, diez años después, todo había cambiado. Nuevos caminos y accesos se habían construido, como si el tiempo hubiera decidido remodelar los recuerdos de mi infancia.
Recorrimos la larga carretera hasta llegar a aquella curva familiar. Ahí estaba el arco de acceso al fraccionamiento, con letras imponentes que leían: "El Campanario". El paisaje era diferente, pero no lo suficiente como para borrar los ecos del pasado.
Eran aproximadamente las seis de la tarde cuando llegué a la casa. Una construcción de estilo contemporáneo que parecía más fría y ajena de lo que recordaba. Toqué el timbre, y el ama de llaves apareció al otro lado. Al principio no me reconoció, pero bastó con decir mi nombre para que me abriera la puerta de inmediato.
Al cruzar el umbral, viejos recuerdos de mi infancia me asaltaron, cada uno de ellos impregnado de la presencia de mi madre. Todo parecía tan distante ahora, como si esa parte de mi vida perteneciera a otra persona.
—¡Álvaro! Pero qué sorpresa, hubieras avisado que venías —dijo esa voz que siempre lograba irritarme. Damiana Torres, mi madrastra, me observaba con su eterna sonrisa fingida. Su tono era cálido, pero sus palabras estaban impregnadas de hipocresía. Desde siempre había tratado de minimizarme a mí y a mi hermana.
—¿Habría hecho alguna diferencia? Ya estoy aquí —respondí con un tono despectivo que no me molesté en ocultar.
—Claro que no. Me alegra verte. Tu padre estará encantado —replicó, acercándose para darme un abrazo que sentí tan falso como ella misma.
Por fuera, Damiana aparentaba alegría al verme, pero su mirada la delataba. Sabía que mi llegada no le agradaba en absoluto. Mientras esperaba que mi padre apareciera, dediqué unos segundos a observarla. Rondaba los cuarenta y tantos, aunque las cirugías y tratamientos caros le ayudaban a aparentar menos. Su melena castaña clara, siempre perfectamente arreglada, y sus facciones afiladas eran un recordatorio constante de su obsesión por mantener una apariencia impecable. Su silueta delgada no hacía más que confirmar que, para ella, las apariencias eran lo único importante. Era el tipo de mujer que no trabaja, pero vive cómodamente gracias al dinero de otros.
—¡Hijo, qué sorpresa tenerte aquí! —exclamó mi padre mientras entraba en la sala. Su voz resonó con una calidez genuina que contrastaba con la frialdad de Damiana. Me dio un abrazo que, aunque torpe, llevaba la carga de los años que habíamos estado separados. El tiempo no había pasado en vano; las canas comenzaban a dominar su cabello oscuro.
Pasamos un largo rato conversando. Le expliqué que mi regreso a la Capital era definitivo y que estaba dispuesto a quedarme para apoyarlo en la empresa familiar. Su reacción fue positiva, como si mi decisión fuera justo lo que había estado esperando.
—Estoy seguro de que será lo mejor para todos —dijo mi padre con una sonrisa de satisfacción. Luego, con tono serio, comenzó a hablarme de sus planes para Emilia, mi hermanastra.
Según él, la intención era casarla con el hijo de Ernesto Cazares. Este matrimonio, según sus cálculos, nos traería enormes beneficios. Nuestra empresa era uno de los principales proveedores de asientos para autos, e Industrias Cazares se encargaba de armar el interior de varios modelos. En los últimos años, esa empresa se había convertido en una industria gigante, y pronto lanzarían su propio modelo de auto. Unirnos a ellos, al parecer, era un movimiento estratégico.
—Emilia es… complicada. Una rebelde sin causa —continuó mi padre—. Tuvimos que presionarla para que aceptara al hijo de Ernesto, pero al final cedió. Aun así, necesito que estés atento. Tal vez, si te portas bien con ella, puedas convencerla de que haga lo correcto. Yo no tengo tanta paciencia.
Sus palabras me dejaron pensando. Tal vez sería útil acercarme a Emilia, pero no porque quisiera ayudar a mi padre. Había mucho en juego, y yo no estaba dispuesto a quedarme al margen.
…
Una vez instalado en mi habitación, le envié un mensaje a un amigo del Instituto invitándolo a beber algo. Creí que estaría bien ver a alguien conocido y ponerme al tanto de lo que había hecho en los últimos años de su vida. Quedamos a las diez en un bar famoso de la ciudad. Apenas eran las nueve, pero después de la plática con mi padre y el sabor áspero del whisky que me ofreció, solo logré abrir mi apetito por unos tragos. Decidí salir temprano para irme ambientando mientras Gael llegaba al bar.
El bar donde habíamos quedado era tranquilo. Había mesas ocupadas por personas bebiendo y comiendo. Como iba solo, no vi el caso de pedir una mesa; me senté en una de las sillas de la barra y ordené un whisky. Mientras lo traían, observé a mi alrededor. Fue entonces cuando la vi. Aquella chica de piel pálida y cabello teñido de un rojo intenso. Sus labios, del mismo color, destacaban de una forma irresistible. Su belleza era increíblemente tentadora, casi como una manzana prohibida. La miré por unos instantes; ella me recordaba a alguien... Mi boca se llenó de saliva al evocarla, y me maldije por ello.
En un instante, la chica notó mi mirada. Le dediqué una sonrisa divertida, y cuando me devolvió el saludo con una tierna sonrisa, supe que tenía que acercarme. Bajé de la silla con paso seguro y caminé hasta donde estaba sentada. Para mi fortuna, el banco a su lado estaba vacío.
—¿Cómo te llamas? —pregunté, posando la mirada en sus labios carmín.
—Emma —respondió ella. Luego añadió—: ¿Y tú cómo te llamas?
¿Emma? Pensé. Hasta su nombre era similar... La observé de pies a cabeza. No podía ser ella, aunque el recuerdo de su rostro era vago. No, no podía ser, porque Damiana jamás permitiría que su hija se vistiera con una falda de cuero, medias, botas altas y transparencias negras.
—Emmanuel —le respondí. Estaba embelesado por la frescura de su piel. Sin evitarlo y con toda intención, rocé con mis dedos su hombro descubierto, bajando lentamente hasta su codo. Pronto me di cuenta de que había sido un completo estúpido al inventar ese nombre. Emmanuel era casi idéntico al suyo, aunque no planeaba decirle el verdadero. Esta chica me provocaba un deseo tan intenso que no podía ignorarlo. A lo mucho, esto sería una noche de sexo, claro, siempre que ella lo permitiera.
—¿Vienes sola? —pregunté.
—Sí. ¿Y tú?
Perfecto, pensé. Esto sería más fácil de lo que creía.
—Espero a un amigo, pero tal vez pueda verlo otro día. Ahora estoy ocupado admirando la belleza de una hermosa dama —dije, notando cómo mis palabras intencionadas lograron el efecto deseado. Sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso, provocándome una oleada de placer.
Nota: En esta historia encontraras Destinos Errantes y Destinos Sellados, libro 2 y 3 de la Saga Destinos Errantes, el libro 1 es Destinos entrelazados aquí mismo en Buenovela.
Álvaro DuarteCuando desperté, ya no estaba amarrado.Me incorporé lentamente sobre la cama, sintiendo mis extremidades entumecidas. El cuerpo me pesaba.Por la pequeña ventana de apenas cuarenta centímetros entraba un rayo de luz intensa. El medicamento que me inyectaban me mantenía sedado. Era como si nunca tuviera fuerzas para nada.A veces me preguntaba si Emilia aún pensaba en mí. Si alguna vez miraba al vacío y me recordaba.También pensaba en Mara. En la empresa.Todo se había ido al carajo.Me lo habían arrebatado todo.Era como estar muerto en vida.Esto no era un hospital. Era una tortura lenta.…Me encontraba sentado frente a la doctora en nuestra supuesta “terapia” de rutina.—Álvaro, háblame un poco de tu vida —me pidió con voz paciente—. Tal vez así pueda ayudarte mejor.Hice una mueca. La misma promesa vacía de siempre.—Después de esto —continuó— te prometo hacer un nuevo diagnóstico de tu enfermedad. Pero necesito que me demuestres que no estás enfermo de esquizofre
Emilia DíazHan pasado tres meses desde mi boda con Esteban.Tres meses que imaginé serían un calvario… pero, tal como lo prometió, no ha intentado tocarme.A excepción de las ocasionales caricias en el rostro y esos besos breves que me roba de vez en cuando.Estoy segura de que siente mi incomodidad. Por eso no lo hace tan seguido.Aun así, he tratado de llevar las cosas con calma, por el bien de mi bebé.El doctor me advirtió que, debido al estrés al que estuve sometida, mi embarazo es de alto riesgo. Lo mejor sería mantenerme estable hasta el nacimiento.Después de eso, encontraré la manera de huir de esta cárcel.Lo único que me ha dado un poco de esperanza es saber que mi hijo nacerá en uno de los mejores hospitales del país, con los mejores especialistas.Denia me confesó que Esteban tiene miedo… miedo de que me pase lo mismo que a Marcela.No sé si eso debería hacerme sentir segura o más atrapada.Esta mañana, como todas, despedí a Esteban cuando salió rumbo a Industrias Cazare
Emilia DíazSonreí. Saludé con cortesía. Fui la esposa perfecta que todos esperaban ver.Después de la ceremonia civil llegaron invitados. Algunos eran amigos cercanos de la familia, otros socios del señor Ernesto. Los invitados iban y venían, intercambiaban brindis y palabras aduladoras mientras la celebración se alargaba en la inmensa mansión de los Cazares. Para mí, todos eran desconocidos.Aun así, me esforcé en sonreír, en dar la impresión de que encajaba en este mundo de falsedades y conveniencia.Había evitado a mi madre toda la noche. No tenía nada que decirle, y la idea de cruzar palabras con ella solo hacía que la náusea en mi estómago se intensificara.Entonces, sentí la mano de Esteban tomar la mía. Su agarre era firme, casi posesivo, y su voz me rozó el oído con suavidad engañosa.—Ya es hora. Tenemos que irnos.Mi cuerpo se tensó al instante.—No quiero ir de luna de miel —susurré sin mirarlo—. Por favor.Su expresión se endureció, sus ojos se volvieron fríos como el ac
Emilia Díaz—Mañana será nuestra boda… debes estar lista porque enviaré por ti temprano.Sus palabras me tomaron por sorpresa.—¿Mañana?Esteban asintió sin dejar de sonreír.Una sonrisa de control. De posesión.—Pronto comenzará a notarse tu embarazo, y no quiero que nadie dude la paternidad de tu hijo. Porque, al igual que tú… él será mío también. Como te lo prometí.Tragué saliva, obligándome a no reaccionar.Era un trato. Un maldito trato.Y tenía que cumplir.—Está bien… —murmuré.Él extendió la mano hacia mí, intentando tocarme.Pero mi cuerpo se movió por instinto.Retrocedí y aparté su contacto con un movimiento seco.Su sonrisa se desvaneció. Su mirada se endureció.Por un segundo, vi el destello de su verdadera naturaleza.—Me voy —anunció con frialdad—. Tengo que hablar con mis padres y anunciarles que nos casaremos.Giró sobre sus talones, su traje azul impecable ondeó con el movimiento.—La boda será algo sencillo —continuó, ya de espaldas a mí—. Solo ellos, tu madre… y n
Emilia DíazDecidí hacer un sacrificio.Siempre fue él. Ahora lo recordaba con claridad.Cuando mamá y yo llegamos a la residencia de los Duarte, él fue lo primero que llamó mi atención. Su mirada me hipnotizó, y al mismo tiempo, me llenó de miedo. Era un completo desconocido para mí, pero su presencia me impactó de una forma que, en aquel entonces, no supe comprender.La noche, antes de marcharse al extranjero, lo escuché gritarle a mamá."Tú jamás sustituirás a mi madre."Sus palabras quedaron grabadas en mi memoria, como un eco del resentimiento que albergaba en su interior. En ese momento, entendí que no nos quería allí.Pero ahora lo sabía… Álvaro nunca se fue por voluntad propia. Lorenzo lo había enviado lejos.Aquel día en que se marchó, nos cruzamos en el pasillo. Yo salía de mi habitación cuando él tropezó conmigo. Me observó con sus ojos oscuros entrecerrados, con esa expresión que oscilaba entre el desdén y la diversión.—No te acostumbres, niña… No te quedarás aquí para si
Emilia DíazNo sabía cómo sentirme respecto a la propuesta de Esteban.Las palabras aún retumbaban en mi cabeza, frías y pesadas, como una losa imposible de cargar.“Si te casas conmigo, Álvaro no irá a prisión.”Tragué saliva, sintiendo cómo cada paso que daba hacia Mara y Gael se volvía más pesado. Mis piernas temblaban como gelatina.El aire dentro del ministerio público se sentía denso, cargado de un olor a desinfectante y a papeles viejos.—¿Qué hablaste con Esteban, Emilia? —preguntó Mara en cuanto estuve a su alcance.Su mirada era de preocupación, como si temiera escuchar mi respuesta.Abrí la boca, pero mi voz no salió de inmediato.—Yo… yo… —balbuceé, sintiendo un nudo en la garganta—. Le pedí que ayudara a Álvaro, pero no lo va a hacer.Mis dedos se crisparon al pronunciar lo siguiente:—Esteban quiere que me case con él a cambio de retirar los cargos.El silencio que siguió fue abrumador.Gael me tomó del brazo con fuerza.—¿Qué dices? —susurró, su tono estaba impregnado d
Último capítulo