Emilia Díaz
Esteban estaba recargado en la puerta del copiloto de su auto, esperando a que saliera de casa. Cuando nuestras miradas se cruzaron, una sensación de culpa se instaló en mi pecho al recordar lo de la noche anterior. Sin embargo, si lo pensaba bien, él me había sido infiel en incontables ocasiones y seguía como si nada.
Cuando me acerqué, abrió la puerta del auto sin decir una palabra. Ni un "buenos días" ni algo parecido. Su rostro estaba serio, y apretaba la quijada con fuerza.
El silencio en el trayecto era incómodo, casi asfixiante.
—Pensé que no vendrías por mí después de nuestra pelea de ayer —dije, finalmente rompiendo el hielo. Mi mirada estaba fija en el cristal de la ventana, viendo la carretera pasar.
Él no respondió de inmediato. Seguía mirando al frente, con el ceño fruncido. Llevaba puesta una playera tipo polo negra, pantalones de mezclilla azul y unos deportivos negros. A pesar de su atuendo sencillo, Esteban siempre lograba lucir impecable. No era de extrañar que muchas de nuestras compañeras en la universidad babearan por él.
—Si no vengo por ti, ¿cómo irías a la universidad? —soltó, finalmente, en un tono severo.
—Antes de conocerte, me iba en autobús, ¿sabías? —repliqué, esta vez mirando fijamente su perfil.
Él dejó escapar una risa irónica.
—¿Y arriesgarte a que te asalten o te acosen? Emilia, tu personalidad llama demasiado la atención —dijo con un deje de burla.
No estaba segura de si se refería a mi cabello teñido de rojo o a algo más, pero su comentario no dejaba de molestarme.
Al llegar a la universidad, aparcó en uno de los espacios vacíos frente a su facultad. La mía estaba a unos metros, así que tendría que caminar un poco.
—Mañana ya no pasaré por ti, así que tómate tu tiempo —añadió con un tono seco. Había un hilo de amargura en sus palabras, y su actitud dejaba claro que esto era su forma de castigarme. Por una parte, agradecía todas las atenciones que tenía conmigo si fuera un patán ni siquiera se hubiera tomado la molestia de traerme a la Universidad, pero antes de conocerlo me las había arreglado muy bien sola, podía hacerlo otra vez. Yo no había nacido en cuna de oro como él.
—Está bien. Que tengas un buen día, Esteban —dije mientras salía del coche.
Aún faltaban diez minutos para que comenzara mi primera clase. Caminé con rapidez y, al entrar al salón, vi una melena rubia inconfundible y unos ojos verdes que brillaban al verme. Gabriela, mi mejor amiga desde el primer año de universidad, agitaba la mano con entusiasmo. Ella estudiaba filosofía y letras no por amor a la lectura, sino porque sus padres eran periodistas y eran dueños de la cadena de periódicos “La Voz de México” uno de los más importantes del Estado. Agitó la mano con fuerza indicándome que junto a ella había un asiento vacío.
Me acerqué y me dejé caer en la silla.
—Emilia, ayer después de que te fuiste con Esteban, todos comenzaron a cotillear sobre su pelea. ¿Es cierto? —preguntó en cuanto me senté. Su tono era tan curioso como preocupado—. La tipa esa, la que siempre se le pega, dijo que Esteban te dejaría por ella.
Solté un suspiro, intentando aparentar indiferencia.
—Que le aproveche, entonces —respondí, exhalando con fuerza.
Gabs me miró con una mezcla de compasión y curiosidad, mientras yo recordaba la noche anterior. Habíamos ido a la fiesta de aniversario de la facultad de Economía, donde Esteban estudiaba. Ella asistió porque todos la conocían y era muy sociable; yo, para acompañarlo.
Todo iba bien hasta que una chica de melena castaña, Marcela, aprovechó un momento en que me quedé sola para acercarse y restregarme en la cara todo lo que ella y Esteban habían hecho cuando yo no estaba.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Terminamos porque él ni siquiera tuvo la decencia de negarlo.
Gabriela me observaba en silencio, con los ojos llenos de una empatía que, por un momento, me hizo sentir menos sola.
—Lo siento, amiga. No tenía idea de que ustedes estaban teniendo problemas en su relación —dijo Gabriela mientras me daba pequeños toquecitos en la espalda.
Le sonreí con tristeza, negando con la cabeza.
—Esteban me puso el cuerno con Marcela —musité en voz baja, casi como un susurro.
Gabriela se quedó helada por un segundo, pero luego su rostro se transformó en una máscara de furia.
—¡Maldito hijo de pu...! —exclamó, alzando la voz, pero no llegó a terminar la frase.
En ese preciso instante, el maestro de la primera clase entró al salón. Gabriela, consciente de la situación, se llevó la mano a la boca para contener la risa y disimular su bochorno.
Por un momento, el profesor se quedó mirándonos con una expresión que no lograba ocultar del todo su curiosidad. Era evidente que había escuchado lo que Gabs alcanzó a gritar, pero, para nuestra fortuna, decidió ignorarlo y continuó como si nada hubiera pasado.
…
Álvaro Duarte
Aún me costaba asimilar que Emilia, la chica ardiente que conocí en el bar, resultara ser mi hermanastra. Aunque lo supiera, no podía negar cuánto me atraía. Era una atracción irracional, peligrosa incluso, considerando que mi padre ya tenía planes muy claros para ella y Esteban Cazares.
Una sonrisa involuntaria se dibujó en mi rostro al recordar la mancha de sangre que vi por la mañana. Emilia era virgen, y se había entregado a mí. Solo a mí. Había algo perturbadoramente satisfactorio en eso. No podía evitar imaginar la cara de su madre si se enterara de lo que ocurrió entre nosotros. De alguna forma, sentía que sería una especie de revancha, como si al hacerlo cobrara cada una de las cosas que ella me debía desde que llegó a nuestras vidas.
Hoy decidí pedirle a mi padre que me diera el día libre para incorporarme a la empresa familiar hasta mañana. Alegué que tenía asuntos personales que atender, pero la realidad era otra. Necesitaba hablar con Emilia. No solo para asegurarme de que guardara silencio sobre lo que ocurrió entre nosotros, sino también para presionarla a que cumpliera con los planes que mi padre tenía para ella.
No podía permitir que algo tan insignificante como una noche juntos alterara el curso de lo que mi padre había planeado. Todo debía seguir en orden, sin errores, sin desvíos. Pero, aun con esa certeza, había algo en mi interior que me inquietaba: la mirada de Emilia. Esa mezcla de inocencia y rebeldía que, sin quererlo, se había instalado en mi cabeza.
…
Emilia Díaz
El maestro de la última clase avisó que no asistiría debido a un problema familiar. Gaby y yo aprovechamos para disfrutar el día soleado de primavera bajo la sombra de nuestro árbol favorito. Frente a nuestra facultad había un jardín enorme, con árboles y césped perfectamente cuidado, que los estudiantes utilizábamos para sentarnos a leer o relajarnos.
Mientras mi amiga se retocaba el maquillaje, yo me dispuse a leer. Sin embargo, al levantar la vista, me llevé una sorpresa: Esteban y algunos amigos acababan de llegar a la facultad. Entre ellos estaba Marcela.
—¿Estás viendo lo mismo que yo? —susurró Gaby a mi oído.
Asentí en silencio, con el estómago hecho un nudo.
—Esteban está mirando hacia nuestro salón. Tal vez está esperando que termine la clase. Te está buscando, Emilia.
Asentí de nuevo, sin decir nada.
—Lo que él no sabe es que no tuvimos la última clase —respondí, sin apartar la mirada de él.
De repente, sentí cómo Gaby me apretaba el brazo con fuerza.
—¡Ya nos vieron! ¡Esteban viene para acá! —gritó en un susurro, como si eso fuera a detenerlo.
Pensé que me libraría de verlo por el resto del día, pero a veces era demasiado insistente. ¿Qué quería demostrar? ¿Que no me necesitaba? ¿Que ya tenía a mi reemplazo? Después de la mañana que tuve, descubrir que Álvaro y yo habíamos estado juntos, mi ánimo no podía estar más por los suelos.
Entonces, vi una inesperada salvación. Un auto se detuvo en el estacionamiento justo frente a nosotras.
—Tengo que irme. Ya vinieron por mí —dije apresurada, guardando mi libro en la mochila mientras veía cómo Esteban se acercaba a paso firme.
Gaby volteó hacia el auto que acababa de llegar y vio al hombre que bajaba de él.
—¿Quién es ese chico tan guapo? —preguntó, embobada.
—¡Álvaro! —respondí rápidamente, aunque no estaba segura de que me hubiera escuchado.
Todo sucedió en cuestión de segundos. Esteban seguía acercándose, pero Álvaro salió del auto, rodeó el vehículo y abrió la puerta del copiloto para mí. Subí de inmediato. Él regresó al asiento del conductor, encendió el auto y aceleró, dejando a Esteban parado allí, con una expresión entre confundida y furiosa. Sabía que él no conocía a Álvaro.
El trayecto en silencio no duró mucho. Álvaro se detuvo frente a una plaza cercana a la universidad, apagó el motor y me miró fijamente.
—Emilia, esta mañana me dejé llevar por mis impulsos —comenzó, con una voz tranquila y mucho más suave que la de antes—. Creo que el destino nos jugó una mala pasada —rió con ironía—, pero podemos empezar de nuevo, ¿qué te parece?
Exhalé resignada.
—¿Qué más nos queda?
—Vamos a caminar —sugirió, saliendo del auto.
Se apresuró a abrir mi puerta como todo un caballero. Bajé y comenzamos a caminar uno junto al otro por un sendero rodeado de buganvilias y césped.
—¿Te reconciliaste con Esteban Cazares? —preguntó sin detenerse.
—No, y no creo que eso vaya a pasar —respondí, bajando la mirada. Pensar en Esteban me provocaba una extraña tristeza. Tal vez la ruptura realmente me dolía.
—¿Por qué no crees que regresarán? —insistió, con un tono de curiosidad genuina.
—Porque me engañó con otra chica, y ella dice que él me dejó por ella.
Álvaro se detuvo en seco y se giró hacia mí. Su mirada penetrante se clavó en la mía mientras alzaba mi barbilla con delicadeza.
—Qué tonto es Esteban por dejar a una chica como tú —dijo con un tono que mezclaba amabilidad y sinceridad. Luego añadió—: Te daré un consejo. No necesitas quererlo para estar con él. Que seas su novia beneficia a toda nuestra familia. Él y su familia son nuestros principales clientes.
Fruncí el ceño y me crucé de brazos.
—Eso solo beneficia a tu padre —lo interrumpí.
Él sonrió con sarcasmo.
—Te equivocas. Tú también podrías salir beneficiada si fueras un poco más inteligente. Seguro hay algo que papá podría concederte: un coche para ir a la universidad, dinero, un viaje... O tal vez algo más importante, como ver a tu padre con más frecuencia. Si quieres, puedo hablar con él por ti.
Sus palabras se clavaron en mi mente como una idea que no podía ignorar. Había algo que realmente deseaba: ver a papá.
—Lo pensaré —musité, más para mí que para él.
Por primera vez en mucho tiempo, alguien me hacía ver las cosas desde una perspectiva distinta. Álvaro no gritaba ni exigía como mi padrastro. Había un pragmatismo inquietante en sus palabras. La pregunta que me atormentaba era: ¿Qué estaría dispuesta a hacer para poder ver más seguido a mi padre?