2. El hombre enigma

 Emilia Díaz

Cuando tenía ocho años, mis padres se divorciaron. No quedaron en buenos términos. Durante casi dos años pelearon ferozmente por mi custodia; mi madre insistía en que mi padre no volviera a verme. Nunca entendí realmente sus razones.

A los diez, mi madre conoció a un hombre rico, dueño de una fábrica, que la deslumbró al instante. Pero en aquel entonces, ella no era más que su secretaria. Al poco tiempo, se casaron, y nos mudamos con él. Mi padrastro, Lorenzo Duarte, tenía dos hijos: Álvaro, que tenía quince años, y Mara, de mi edad.

Gracias a su dinero e influencias, Lorenzo logró que mi madre obtuviera mi custodia absoluta. Las reglas eran claras: solo podía hablar con mi padre por teléfono y verlo una vez al año. Recuerdo la primera vez que lo visité bajo esas condiciones. Me abrazó con fuerza, derramando lágrimas mientras me decía cuánto me amaba y que todo estaría bien. Pero no lo estuvo. Mi madre y Lorenzo le habían infligido un daño irreparable, separándonos de una forma cruel y despiadada.

Siendo apenas una niña, no comprendía del todo lo que sucedía a mi alrededor. Pero con el tiempo, me di cuenta de que mi vida era un vacío constante. No tenía a nadie con quien hablar, y mi padre y su familia habían desaparecido casi por completo de mi mundo. Tampoco me quedaba el consuelo de los parientes de mi madre; ella los había rechazado al casarse con Lorenzo, alegando que eran de "baja clase".

La relación con mi madre era distante. Nuestras conversaciones nunca pasaban de lo superficial. Lorenzo, en cambio, no perdía oportunidad para dirigirme palabras crueles. Me regañaba constantemente, ya fuera durante el desayuno o la cena. Mi madre, temerosa de perder los lujos que su esposo nos proporcionaba, prefería guardar silencio.

Lorenzo me recordaba a diario que yo no era parte de su familia, que era una simple "mantenida". Se complacía comparándome con su hija, Mara, a quien consideraba perfecta. Mara era una chica tímida y callada, encantadora a su manera, pero carente del coraje necesario para enfrentar la vida. Algunas veces la defendí de las chicas crueles del Instituto. A pesar de eso, nunca llegamos a ser amigas; éramos simplemente hermanastras. No me desagradaba, pero tampoco sentía un vínculo cercano con ella.

¿Por qué estoy recordando todo esto? Porque, justo cuando creía que mi infierno en la casa de los Duarte estaba llegando a su fin, la vida me demostró que estaba muy equivocada.

Cuando entré a la universidad, conocí a un chico. Él estudiaba Economía y Finanzas, mientras que yo me especializaba en Filosofía y Letras. Su facultad estaba justo al lado de la mía. Adoraba leer y perderme entre cientos de libros; era mi refugio. Cada página me ayudaba a escapar de mi realidad, permitiéndome imaginar mundos mejores en mi mente.

Resulta que este chico se llama Esteban Cazares. Era sumamente guapo, el más popular y galán de toda la universidad; el sueño de cualquier chica. Además, estar con él traía muchos beneficios, ya que era hijo de uno de los magnates más poderosos de la ciudad: el dueño de Industrias Cazares.

Al principio, nuestra relación era de amistad. Casi siempre me buscaba al terminar las clases y me invitaba a salir. Hasta ahí todo bien. Pero un día, Esteban me pidió que fuera su novia. Aunque me gustaba, no estaba segura de aceptar; sabía que mi padrastro tenía negocios con su padre, y eso me hacía dudar.

De algún modo, la noticia llegó a oídos de mi padrastro. Ese día me encerró en su despacho. Su rostro era de piedra, y su voz, afilada. Me exigió que aceptara la propuesta de Esteban. "De lo contrario, este año no visitarás a tu padre", sentenció. En ese momento, lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. Ver a mi padre era una de las pocas cosas que iluminaban mi vida, y Lorenzo lo sabía. Usó ese vínculo como moneda de cambio para manipularme.

Toda atracción que sentía por Esteban se desvaneció. Lo único que quedaba era una amarga sensación de obligación. Acepté ser su novia, pero lo hice únicamente para mantener a mi padrastro contento.

A pesar de mis constantes rechazos a sus intentos de acercarse más íntimamente, duramos casi un año como pareja. Con mucho esfuerzo, Esteban respetó mi decisión de no tener sexo con él. Sin embargo, hoy descubrí que me ha estado engañando con cuanta mujer se le cruza en el camino.

Cuando lo confronté, no se molestó en negarlo. En su lugar, se excusó, alegando que era mi culpa: "No eres la novia ideal. No me satisfaces como hombre, así que tuve que buscar en otros brazos lo que tú no me das". Sus palabras me dejaron asqueada. Ese fue el punto final. Lo terminé en ese mismo instante.

Ahora estaba en un bar, bebiendo tequila y reflexionando sobre las consecuencias de mi decisión. Sabía que esto enfurecería a mi padrastro. Tal vez esta vez sí cumpliría su amenaza de no dejarme visitar a mi padre.

El corazón me dolía al pensar en mi papá y mis hermanitos. Los extrañaba tanto que una lágrima traicionera escapó de mis ojos y rodó por mi mejilla.

A veces tenía unas ganas inmensas de escapar, de dejar toda mi vida junto a mi madre, de huir a un lugar lejano donde nadie pudiera encontrarme. Fingir, ser alguien más y, finalmente, vivir mi propia vida.

Pero no podía. No todavía. Necesitaba terminar mi carrera, obtener mi título, buscar un trabajo y ahorrar suficiente dinero. Solo entonces podría pensar en huir de esa casa que tanto detestaba. Aún faltaba mucho para que ese día llegara, pero no veía otra manera de liberarme.

—¿Otro? —preguntó el bartender, sonriendo al notar que mi vaso ya estaba vacío.

Asentí con la cabeza y deslicé el vaso entre mis dedos hasta ponerlo en sus manos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó mientras dejaba un vaso lleno de tequila frente a mí.

—Emilia —respondí en seco, sin mucho interés.

No me había percatado de que el bartender era un chico bastante atractivo. Le calculé unos veintiséis años. Era del tipo rudo: llevaba un chaleco de mezclilla sin nada debajo, dejando a la vista los músculos marcados de sus brazos. Su rostro tenía facciones cuadradas, con una barba de candado perfectamente definida, ojos oscuros y un cabello rebelde que parecía desafiar cualquier intento de orden.

—Lindo nombre, Emilia —dijo, mirándome con una expresión cargada de deseo.

Por un instante, mi mente comenzó a divagar. ¿Y si hiciera lo mismo que Esteban? ¿Y si me divirtiera a más no poder con el primer chico que se cruzara en mi camino?

Mientras decidía si seguir conversando con el bartender o no, sentí la mirada de alguien más, a unos metros de donde estaba sentada.

Al otro lado de la barra, un hombre muy apuesto me observaba con atención. Cerré los ojos con fuerza, pensando que el alcohol empezaba a jugarme malas pasadas. Pero cuando los abrí, allí seguía. Y me sonrió.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Era un hombre increíblemente atractivo. Llevaba una camisa celeste y un pantalón de vestir gris, un atuendo poco común para un bar como este, pero que le quedaba impecable. En ese instante, sentí que aquel desconocido irradiaba más confianza que el bartender.

Le devolví la sonrisa, un poco traviesa.

Él sonrió también y movió la cabeza, divertido. Unos momentos después, ya estaba sentado junto a mí en la barra.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, ladeando ligeramente la cabeza y fijando su mirada en mi boca.

—Emma —articulé sin pensarlo.

De reojo, noté la mirada acusatoria del bartender, quien hace solo unos minutos había escuchado otro nombre salir de mis labios. Desvié la mirada rápidamente, incómoda.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —pregunté con curiosidad.

—Emmanuel —respondió con un tono sensual mientras su dedo índice rozaba mi hombro descubierto, deslizándose lentamente hasta mi codo.

Sentí cómo mi piel se erizaba al instante. Internamente, me reí. Era obvio que también me estaba dando un nombre falso. ¿Emma y Emmanuel? Demasiada coincidencia.

—¿Vienes sola? —preguntó, ahora con un tono más inquisitivo.

—Sí —contesté, completamente embelesada por su atractivo—. ¿Y tú?

—Estoy esperando a un amigo, pero tal vez pueda verlo otro día. Ahora estoy ocupado admirando la belleza de una hermosa dama —dijo, su voz tan seductora que me dejó completamente derretida.

Sentí cómo el calor subía a mis mejillas. Estaban ardiendo, y no por la cantidad de alcohol que había tomado, sino por aquel hombre que tenía frente a mí.

Por un momento, me sentí un poco culpable. No era el tipo de chica que se dejara llevar por un impulso con un desconocido, pero, al mismo tiempo, deseaba liberarme de todo lo que me ataba, de las decisiones que otros tomaban por mí. Si Esteban quería estar con otras chicas, ¿por qué no simplemente terminó conmigo? Eso habría sido mucho más fácil y, quizá, habría dejado de sentir la presión constante de mi padrastro para mantener esa relación.

Sin embargo, pensándolo bien, nadie tenía que enterarse de lo que estaba a punto de suceder.

Tras un rato de conversación, Emmanuel me propuso buscar un lugar más tranquilo. Acepté con una mezcla de curiosidad y determinación. Parecía un hombre decidido, alguien que sabía lo que quería. Pero me sorprendió cuando aparcó frente a un hotel a las afueras de la ciudad.

—Si no quieres, lo entenderé —dijo, percibiendo la vacilación en mi rostro.

Por mi mente desfilaron imágenes de todo lo que me había llevado hasta aquí: Esteban, mi padrastro, mi madre. Y entonces lo decidí, ¡al diablo con todos ellos! Nadie debía decidir sobre mi vida.

—Sí, quiero —respondí, intentando mantener la compostura.

Entonces, como si hubiera esperado esa señal, Emmanuel se inclinó hacia mí y me besó con firmeza, un gesto que despertó en mí emociones que nunca antes había experimentado. Era todo nuevo, pero no me sentía incómoda; al contrario, parecía exactamente lo que necesitaba en ese momento.

Me tomó suavemente de la mano, sus dedos recorrieron mi piel con una calidez inesperada. Una sensación extraña se apoderó de mí, una mezcla de nervios y expectación. Notó mi respiración agitada y se detuvo un momento, mirándome directamente a los ojos.

—No tienes nada de que preocuparte. Solo quiero que te sientas bien, este es un pequeño anticipo de lo que te haré sentir una vez que estemos en la habitación —dijo, su voz baja y tranquila.

Sonreí ligeramente, dejando que la tensión se disipara mientras avanzábamos hacia el estacionamiento del hotel.

Nunca antes había vivido algo así, ni siquiera con Esteban. Era la primera vez que me permitía actuar por mi propia voluntad, tomando una decisión solo para mí, sin importar lo que pensaran los demás. Aun así, no podía evitar que los nervios me invadieran. Pero, en ese momento, algo estaba claro, esta era mi elección, y nadie podía arrebatármela.

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