Álvaro Duarte
Erik dormía sobre mis piernas, con su pequeño cuerpo respirando pausado, con la cabeza ladeada y los labios entreabiertos. Tenía seis meses y ya apretaba mi dedo índice como si se aferrara al mundo entero con esa manita diminuta. Y en cierta forma, lo hacía.
Levanté la vista hacia el retrovisor. Pedro me miró desde el asiento del conductor.
—¿Crees que está bien lo que voy a hacer? —pregunté, sin fingir la duda en mi voz.
Pedro desvió la mirada hacia el edificio frente a nosotros. El reclusorio de la Capital. Frío, gris, un monstruo de concreto.
—No lo sé, jefe —respondió, sincero como siempre—. No creo que ese lugar sea para un bebé… pero lo que va a hacer es noble. Muy pocos tendrían ese valor.
Asentí, mirando de nuevo a Erik. Acaricié su mejilla suave, esa piel de seda que todavía olía a leche tibia y sol.
—Siempre serás mi hijo —le susurré—. Pero no puedo criarte a base de mentiras… No puedo ocultarte la verdad, aunque duela.
Erik se removió un poco, pero no soltó mi